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IKEA, Woody Allen e Isabel Pantoja

Con los ingredientes de este título, cualquiera de los programas de humor que tratan la realidad como un juguete para el sarcasmo podría extraer un suculento jugo ingenioso. Y entrenados como estamos en esa plaga de imágenes y vídeos manipulados que todo lo subvierten para satisfacción de nuestra avidez de guasa, no es descabellado imaginarnos una escena en la que aparece el octogenario director americano intentando armar una estantería de la fábrica sueca mientras la tonadillera le canta para animarlo su Marinero de luces, y el hombre, histérico por lo alambicado de la tarea, la corta a voz en grito con alguna frase inmortal propia de uno de sus guiones cinematográficos, del tipo: Calla de una vez, con esa canción me entran ínfulas de general MacArthur invadiendo Japón sobre una colchoneta de playa.
Desgraciadamente, no traigo a colación los tres elementos del título para una gracieta. Con la muerte reciente del fundador de IKEA, Ingvar Kamprad, vuelve a salir a la palestra su oscuro pasado, su afección al partido nazi en los años terribles para Europa. Ese borrón, por el que pidió perdón en su momento (cuando fue revelado mediáticamente), ha ido acompañándolo en todos los jalones de su biografía mientras el mundo se inundaba de estanterías Billy y otros muebles de nombres impronunciables.
Por su parte, la irrupción de Isabel Pantoja en el mundo del espectáculo, jaleada por sus incondicionales como una heroína que regresa para devolverles el arte que nunca debió callar, no nos hace olvidar al resto que la tonadillera regresa de la cárcel, condenada por evitar los impuestos, sí, ese dinero sin dueño que contribuye a que la desigualdad se palíe un poco y los servicios públicos sean dignos.
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Hansel y Gretel en California

La primera imagen que me sobrevino cuando leí la noticia de los 13 hijos secuestrados por sus padres en California fue la de Hansel y Gretel, encerrados por la bruja en aquella quimérica casa de chocolate. Quizás pudo sugerírmela el escenario de los niños, que padecían el tormento del engorde para ser devorados por la malvada anciana.
Pero ese aire de fabulación con final feliz que respira el cuento recopilado por los hermanos Grimm y que tanto ha contribuido a alimentar la catarsis infantil, ávida por naturaleza del triunfo del bien, se diluye como un azucarillo cuando uno entra a diseccionar el espectáculo dantesco que hallaron los agentes de la policía en cuanto les fue posible acceder a la casa de los Turpin, apellido del matrimonio verdugo. Cualquier cosa que se diga sobre la noticia puede caer inmediatamente en un lugar común: ¡qué monstruosidad!, ¡qué va a ser de esos niños!, ¿cómo se pudo mantener oculto tanto tiempo a ojos de la vecindad? Y seguiríamos agregando expresiones de nuestra perplejidad, sensibles como somos a las manifestaciones del mal. Yo también participaría de esa repuesta primaria y la alinearía junto a otras abyectas conductas que han dejado al descubierto el lado demoníaco del ser humano.
Sin embargo, para no quedarme a las puertas de la banalización de la noticia y su disolución entre las otras correrías que acaecen a diario, me tienta cartografiar el mapa de la maldad que se ha ido configurando y reconfigurando en las cabezas de esos padres perversos. Y la primera ocurrencia que tengo es que en ese mapa pudo existir en algún momento la llanura de una voluntad benevolente. Ese matrimonio debió de pensar que esa era la mejor contribución a la cohesión familiar, por ejemplo. El control, la uniformidad, la obediencia. Hay etnias, sectas y grupos religiosos que practican modalidades parecidas.
Pero conforme me van llegando los detalles del espanto, hay una fractura en la percepción de esa imaginada benevolencia que desata en ese mapa volcanes de horror, cascadas de crueldad, un río caudaloso de depravación. Continuar leyendo «Hansel y Gretel en California»

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La epilepsia de Dostoyevski

Recordar la epilepsia de Dostoyevski es suspender durante unos instantes la fatiga o el aburrimiento que supone empujar el cuerpo en esta vida remojada en rutina y previsibilidad. Me ha vuelto a la memoria leyendo un libro muy entretenido de Esteban García-Albea. Su majestad el cerebro es su título. En él su autor magnifica la cualidad prodigiosa del escritor ruso para describir los estados por los que pasó durante su vida de epiléptico canónico, casi desde los 18 años hasta el final de sus días.
Si todavía existía algún incrédulo que renegaba de la literatura como forma de exploración del cuerpo (ya la de la psique estaba fuera de toda duda), Dostoyevski se encarga de poner la prosa al servicio de la ciencia, describiendo con una pluma extraordinaria ⎯que más parece un bisturí penetrando hasta los capilares agitados de las interioridades del ser humano⎯ e iluminando los rincones sombríos de ese acceso verbalmente insondable que se denomina bienestar o placer.
Al parecer sufría epilepsia, con su séquito de convulsiones y desmayos, pero en el relato repetido en varias novelas por boca de sus personajes describía un instante previo en que su cuerpo experimentaba un gozo intenso, un éxtasis, una enajenación balsámica. Se pregunta Myshkin, protagonista de El idiota: «¿Qué importa que esa tensión sea anormal si el resultado –ese instante de sensación tal como es evocado y analizado cuando se vuelve a la normalidad– muestra ser en alto grado armonía y belleza, provoca un sentimiento inaudito e insospechado hasta entonces de plenitud, mesura, reconciliación, y una fusión enajenada y reverente de todo ello en una elevada síntesis de la vida?» Y ese mismo personaje expresa su deseo de dar diez años de su vida o aun la vida entera por la bendición de esos segundos en que su cuerpo entra en el trance que describe.
El escritor Stephan Zweig, otro cirujano de la palabra que se entregó al análisis del misterioso estado del autor ruso, da un paso más para aproximarse a sus resplandores extáticos previos a la convulsión o la pérdida de conocimiento y dice de él: «De estos momentos maravillosos de presentimiento balbuciente en que se concentra el éxtasis del yo, […] y en ese segundo que precede a la muerte cifrada de cada ataque, gusta la esencia más fuerte y embriagadora del ser: la emoción patológicamente exaltada de sentirse a él en sí mismo».
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