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Pacha Mama

 

Me levanto. Son las cuatro de la mañana. Cojo la 24. Abro una bolsa. Si me sale un Actimel de fresa entre los otros sabores tendré un  día maravilloso. Todas las casas estaban cerradas. Las calles estaban escondidas en la luz tenue de las farolas. Los caminos circulaban. Yo caminaba hacia una puerta. La primera puerta está cerrada. La entrada al trabajo será por otro sitio. Pregunto. Entro por la trasera. Después de entrar se arma un motín dialéctico. Los trabajadores quieren lo que quieren: un buen salario, unas buenas mascarillas para luchar contra el fantasma multiforme del humo que quema los pulmones. El salario dignifica el trabajo, pero currar- en mi caso- me eleva más allá de los cinco euros por hora. Dos se los queda la Seguridad Social. Y tres se lo queda el esfuerzo de unos hombres. No mantengo a una familia. Vivo con mis padres aún. Mi única carga es formarme. Los compañeros discuten. No hablo. Soy novato. Veo y escucho con serenidad. Para todo hay una solución. Vino el encargado. Se solucionó el tema, después de un abrazo atlántico entre el administrativo- o el representante de la empresa- y los trabajadores. Después de una solución, entre el representante y mis compañeros. Después de ese algo, entre el repre y mis compañeros. Después de un bla-bla técnico entre él y nosotros empezamos a trabajar. Me encuentro a siete corazones, siete compañeros que me ayudaron y me abrazaron con sus conocimientos. Tanto que un compañero me llevó a la parada de la guagua que está a medio kilómetro de mi trabajo. Hablamos de negocios y de cómo está el mercado. El mercado es un reflejo de la democracia que haya en un país. Me encuentro a la reina más grande que haya existido en la civilización inca, mi Manuela. Admirada y respetada por Inti y Pacha Mama. Manuela es un género humano, un corazón que camina. Camina, caminamos; nos encontramos en la guagua para después cada uno tomar una línea distinta. Enciendo el móvil. Me encuentro con una carta recitada, una oda en prosa de la princesa de la copla y la purpurina. La purpurina simboliza la vida de un maestro, que ha volado de abajo hacia arriba como lo hacen los quetzal. Esa princesa es Ylenia, mi Yle.

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Googlitud

Ese rollo de la intimidad es una bobería en términos prácticos. Google ha acabado con la intimidad. Las gentes del armario o las personas de dobles/triples vidas o el fetichista de turno están condenados a la transparencia. Ellos mismos o cualquiera de nosotros se condena a la transparencia, cuando busca un video subido de tono- y de todo-, o cuando mantiene una correspondencia donde los plátanos y los onanismos son primeros actores de un video casero remitido- vía Whatsapp-.

 

Todo lo que buscamos en la red con el fin de descargar nuestros deseos o nuestra ira contra el cabrón de turno se almacena en una cajita muy hermosa- algunas veces de procedencia rusa o americana- con nombre de gobernanta anglosajona. Big Data. En la Big Data está todo el mundo, desde el cura de la parroquia que te come la oreja con no fornicar antes del matrimonio hasta los dedos gruesos de un juez tanzano. Dedos que entran y salen del Tribunal Superior de Dodoma (tercera ciudad más grande de Tanzania, rima con Sodoma) enfrente de una cámara que te observa y un ordenador que lo almacena todo.

 

En resumen, tus claroscuros está en manos de cualquier informático imberbe con intenciones de chantajear o pasar la tarde vacilando.

 

En Canarias se escandalizan con las grabaciones a personajes públicos. Más escandaloso es hacer tu vida enfrente con un ordenador o un móvil. Somos perros de una nomofobia que nos controla. La Ley podrá prohibir o limitar lo que crea conveniente, pero la realidad virtual está al margen de la legalidad y la moral. Es un gangster cotilla. Lo virtual almacena tu ubicación, tu historial, tu todo. Mientras escribo, un informático me sonríe. «Ten cuidado con lo que escribes, que tarde o temprano le venderé tus cartas al diablo».

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Marruecos es un buen hombre

 

Ayer me encontré a Marruecos en el bar. Estaba hasta arriba de whisky y té verde, una rara combinación que le revuelve el estómago. Estaba en el suelo, después de cuatro copas. Lo levanté y comenzó a maldecir a sus hijos, a  su padre, a Dios, a sus primos y a todos los camareros del bar «Aziz Ajannouch». Les escupía. Maldecía a Dios. Pedía perdón a Dios. Al rato retomaba su batalla de escupitajos y golpes contra los camareros. «Quiero más té, quiero más whisky», una metáfora de la alegría y el pan que tiene Marruecos, encima. Los camareros están a lo suyo. Le meten algún puñetazo ocular. No más. O dos o tres desprecios por segundo de indiferencia, o simplemente le impiden la entrada al bar. Tú en la puerta como los klab, como los perros.

 

 

El primer camarero se llama Sidi Ali, sirve copas a todo el mundo y es el encargado de la barra.

 

 

Afriquia, la camarera, se hartó del acoso. Dio un golpe en la mesa y la empezaron a respetar los monstruos.

 

 

El tercer camarero es Centrale que es algo así como el encargado del local. Éste abre el bar por las mañanas y le sirve los leche/leche a los madrugadores, a los obreros, a los limpiadores, a los empresarios, a los comerciales, a los periodistas, a los basureros, a los estudiantes y a todo quisque. Hace cafés o bocadillos. La carta es muy reducida. A Marruecos se le ocurrió insultar a Aziz Ajannouch, el dueño de bar. Los camareros se enteraron. Le prohibieron la entrada.

 

Hace tiempo que no  lo veo, pero la vida siempre te pone lo que deseas en tu camino. Ahí estaba Marruecos tirado en una esquina de la plaza con ganas de té, dulces, whisky. Vi a un Marruecos con ganas de comer, de vivir, de tirar hacia delante pero sus ojitos blancos y esa boquita temblorosa se lo impedían. Marruecos no es una empresa, querido Aziz.