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Teresa y su enemistad con el tiempo

Santa Teresa de Jesús, por el genial Agustín Sciammarella. ©
Santa Teresa de Jesús, por el genial Agustín Sciammarella. ©

Cuando Teresa me saluda lo hace con envidia. Es obsceno ver envidia donde no la haya, pero en este caso hay algo más que eso. Ella envidia a los jóvenes, porque morirá sin haber escrito algo mínimamente valioso y catalogable en el Index librorum prohibitorum. Teresa solo escribe para su círculo, para sus palmeros que son los de todos. Los palmeros se apuntan a todo, sea quien sea. Teresa escribe para ese círculo de aburridos. Ella se aprovecha. Mete dos o tres giros eruditos, y a eso lo llama literatura. Teresa es educada como mi maestra de Ávila, pero jamás será como la de Ávila porque no es generosa con los otros. Y en esta vida quien no da, no recibe. Teresa es educada, pero aburrida: siniestra: quizás, sea algo más que una vieja enemiga del tiempo, de un tiempo que para ella, ya, pasó. También, pasará mi tiempo pero siempre estaré abierto como el pelícano ante las generaciones venideras.

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Suelo

Las paredes de este patio son como el aire fresco que me relaja la muñeca. Es raro que a un escribidor no le duela la mano. Escribir al igual que boxear son verbos que duelen: revientan ojos y destinos. En las paredes solo hay alegría, ilusión de quien viaja a la otra tierra porque para mí Tenerife es otra tierra. Otra tierra que hoy es mi tierra. Agito la mano, me duele el radio. Será de escribir boxeando, o boxear escribiendo. Un saco de ilusiones está en las paredes. Ilusiones en japonés, alemán, chino, croata, árabe; ilusiones que no están limitadas por una gramática o una nacionalidad sino por la identidad del viajero que no es turista. La identidad del viajero es multicultural, no se inclina ante las ideologías sino ante las llaves de su albergue si caen al suelo. Al suelo que es de todos.

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Patio tinerfeño

Un tipo de mi habitación duerme desnudo: un Adán caducado, una pasa cuando se le cae la sábana. Fuera, en el patio abierto a la noche tinerfeña, nos sentamos tres personajes. El marroquí entró: le ofreció un trago de cerveza a un tipo de piel fina, a mí no. No me dirige la palabra, ni la mirada. Tiene unos rasgos muy femeninos, me recuerda a una reina esclava que gobernó en Kenitra. Rasgos femeninos, salvajes y arrogantes. Una mirada profunda, parece lector de Ibn Jaldún: cosa rara en los árabes- no todos por si salta algún tigre- de hoy, formados en YouTube y en el discurso del Imán. El segundo personaje no para de mirarme. Escribo encima de una mesa, y debajo de una jaima que me protege del frío de las gotas de lluvia. La lluvia en Tenerife es poesía. La poesía prosaica de quien la sufre con placer. Continúa mirándome, creo que abriré una conversación con él. Conoceré quien está tras ese porro, esa cortina abstracta de humo natural que no me molesta. Una amiga, una gran amiga fumaba porros mientras llorábamos por el pasado. El porro es un género literario, ¡cómo me va a molestar! El del porro tiene pelos en el pecho, no es Hércules. Hércules está en Las Palmas, ahora. En verano se muda para Tenerife. Mi Tenerife querido. El del porro, o el del tupé o el que se está explotando los granos de los hombros. Ya no me mira. Sigo escribiendo. Suena una alarma, mi reloj está tan «tin, tin» como su dueño.