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Patio tinerfeño

Un tipo de mi habitación duerme desnudo: un Adán caducado, una pasa cuando se le cae la sábana. Fuera, en el patio abierto a la noche tinerfeña, nos sentamos tres personajes. El marroquí entró: le ofreció un trago de cerveza a un tipo de piel fina, a mí no. No me dirige la palabra, ni la mirada. Tiene unos rasgos muy femeninos, me recuerda a una reina esclava que gobernó en Kenitra. Rasgos femeninos, salvajes y arrogantes. Una mirada profunda, parece lector de Ibn Jaldún: cosa rara en los árabes- no todos por si salta algún tigre- de hoy, formados en YouTube y en el discurso del Imán. El segundo personaje no para de mirarme. Escribo encima de una mesa, y debajo de una jaima que me protege del frío de las gotas de lluvia. La lluvia en Tenerife es poesía. La poesía prosaica de quien la sufre con placer. Continúa mirándome, creo que abriré una conversación con él. Conoceré quien está tras ese porro, esa cortina abstracta de humo natural que no me molesta. Una amiga, una gran amiga fumaba porros mientras llorábamos por el pasado. El porro es un género literario, ¡cómo me va a molestar! El del porro tiene pelos en el pecho, no es Hércules. Hércules está en Las Palmas, ahora. En verano se muda para Tenerife. Mi Tenerife querido. El del porro, o el del tupé o el que se está explotando los granos de los hombros. Ya no me mira. Sigo escribiendo. Suena una alarma, mi reloj está tan «tin, tin» como su dueño.

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