Poesía prosaica a los ludópatas
La calle tiene fisiognomías que estiran sus arrugas en nombre de los higos, las pasas o la voluntad de la cebolla. Lloran, tiran de la culpabilidad para dar sentido y olfato al dolor. El dolor huele a jaqueca, mientras la culpabilidad se percibe-o se apuesta- en las caras imberbes ante la navaja de Ockhan: se electrocutan con una trenza de videojuegos, y enchufan sus rostros de zanahoria a la pantalla; olvidándose del tiempo. He visto caras-zanahorias quemadas. Recuerdo la vitalidad de las pasas arrugadas y dulces: ganan con los años.
Si a alguien se le ocurre cantar bingo lo bombardeamos con miradas nucleares ante la pasiva mirada de la comunidad binguera. Estoy aburrido. Pierdo el tiempo en esta vejez de bingos y soledades. No busco familia. Busco compañía. Esto es como una familia, una familia de números y dejarte medio sueldo en una tarde.
El encargado de sala lo controla todo, es el hermano mayor que lo controla todo. El baño es zona prohibida, el otro día me encontré con Carpentier entre el tiranosaurio y la tarjeta de crédito que arrastra el arroz. Tomó arroz por la nariz y por las orejas: es más intelectual por las orejas. . Las chicas del bingo lo llaman al orden. Las señoras son las que lo controlan todo; absolutamente todo. Son ellas las que llevan el cotarro, y no el gordo emperchao. Carpentier volvió al baño, mientras yo me peleaba con la máquina socialdemócrata que arruina vidas y entretiene otras. He perdido la batalla: «No va más».