Publicado el

Carta al mesías

Esto es una carta personal e intransferible que le escribe un sujeto interesado en la salvación. La espera ha sido angustiosamente pesada. La vida y sus artimañas han podido conmigo, y con la poca fe que me queda. Todas las mañanas voy a la sinagoga de Park East con la intención de alimentar el alma, o reencontrarme con usted. He leído todos los libros sagrados, y todavía no lo he encontrado; o quizás usted me está buscando a mí. Pronuncio estas palabras desde un banco de Central Park mirando al cielo; con el cuello clavado hacia arriba. Y no lo encuentro. Una señal al menos, señor salvador. Sigue ignorándome a sabiendas que leo la torá todas las mañanas; y también sabe de mis largos ayunos. Y sigue sin aparecer. Lo adoro como las gentes al becerro, ¿y usted sigue sin mostrar su áurea presencia?

Publicado el

Chicos de barrio

Los ves tirados en el parque. Juzgas a esos personajes como si no existieran en tu mundo. Parece que no hacen nada, no son sociedad. El porro les da categoría de vagos, y más si se lo fuman en un parque infantil con los colegas. Estaba confundido. El porro o el parque no dejan de ser el opio, con el que calman las doce- o catorce- horas de trabajo duro- casi tóxico-. También es cierto, que no todos los chicos de barrio trabajan: ni doce horas, ni dos segundos. Dedican sus horas (a) algunos a contentar a la parienta, (b) otros a cascársela excitados por la luna, (c) y otros muchos a levantar la economía de la nación, una labor que quita el sueño. Despiertos, estos chicos de barrio, pactan con los efectos oníricos del porro: trabajan, se queman currando y se refugian en el porro. O en el parque y sus conversaciones sin palabras. Para ellos, y para una parte de mí, el parque es la nueva iglesia, la iglesia de la salvación.

Publicado el

La condición humana

Esta tarde he sido secuestrado por un millar de ratas, después de haber sido drogado por lo onírico. Me creía dormido. ¡Qué equivocado estaba! Desperté, y me encontré con la Rata Peluda: un bicharraco de metro setenta; excesivamente peludo, pelos lisos. Parecía un gato gigante. Las ratas sonríen, cuando se enfadan. Sentí miedo. Acercó sus paletas a mi nariz. Comenzó a masajear con pequeños mordiscos. Detuvo su masaje. Inclinó su macrocuerpo para lo que es una rata. Se acercó a mi oreja: «Visita mi templo». Desperté. Y recorrí todas las cloacas hasta llegar a su templo, el alma humana.