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Estimado Heidegger

La sonrisa ontológica de Heidegger
La sonrisa ontológica de Heidegger

Tu carta me ha conmovido. Debo darte las gracias por tus palabras. ¿Merezco tanto? Después de darte las gracias, entro en materia. Por aquí no te quieren. Ni se te ocurra reencarnarte en algún joven filósofo o viejo radical. Nos conocemos. Por favor, intenta estar al margen de este mundo. Si vienes, al menos intenta disculparte por lo que no hiciste. No te descubro nada nuevo, ya te lo dije en Friburgo: «Eres un chaquetero». Mi comentario provocó una sonrisa en ti, porque sabías que estaba en lo cierto. Eres esa especie de creadores que viven en su mundo, y para complacer a sus contemporáneos abrazan cualquier tipo de poder. Eres como Dalí cuando bromeaba con el asesino intelectual de Lorca. O el mismo González Ruano con los de aquí y los de allá, egoístamente. Desde Helheim, te enteras de todo. Siempre has sido cotilla. Cotilla y rápido que es mucho más peligroso para aquellos que quieran guardar una confidencia. Hablando de confidentes y cotillas, por aquí todos conocen tu amor apasionado por Hanna Arendt. La adorabas, no me lo niegues. Habrías dado la vida y hasta la muerte en la que estás por ella. Tú eras el dasein, y ella tu ser.
No vengas por aquí, eres un nazi. No creo que hayas matado a nadie, pero dejar matar a alguien: es delito de omisión. ¡Qué desgracia! Un pensamiento tan elevado arrastrado ante el falso bohemio que pintaba ruido con sangre y humo. ¿Por qué, Martin? Años después de nuestro encuentro en la Universidad de Friburgo, supe de la desgracia de Husserl. Le amargaste la vida al maestro, cegado por tu falso mesianismo. El mesianismo que derrite la retina de quienes aman odiar. El maestro murió. Hanna escapó. Y a vos os recuerdan como una gran mente, el gran filósofo del siglo XX que pensó como nadie. Pero, es paradójico que un nazi (como tú) haya creado al Sartre más rojo (casi lila, negro). Tus ideas fueron una mina de oro para todas las corrientes filosóficas posheideggerianas, para todas las ideologías de este mundo; pero tu persona es un acantilado azotado por cualquier bajante.
Un abrazo distante,
Te invita a reflexionar tu colega Sikabi.

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Ítaca

Salimos del túnel. Vemos la luz. El hospital de mi infancia, a lo lejos. Asoma el mar. Ya tenemos mil toneladas de agua salada, encima. El mar andrógino, dios de las narcosirenas. Giro la mirada. El puente figura como una roca casi imperfecta de las políticas urbanísticas. Las montañas se elevan. El puente no es un puente, nunca lo fue. Las montañas, sí, montañas secas que vieron sufrir a Doña Ana (la abuela de Corina) cargando mil cajas de tomate con la mirada clavada en el suelo. Los cabellos movidos por el mar y los ojos cerrados por el aire cargado de tierra. La carretera, ya, no es lo que fue. Ahora, está más dura, más humana, menos primitiva, más generosa con los automóviles que van para Las Palmas o para Ítaca.

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Vengo llegando de Tirajana

Las tierras, que hay junto a la carretera, están repletas de tomates con forma de sietes y unos, que acompañan el camino de la lectora de Camus. Está impaciente, lo sé: mueve el índice de la mano derecha con melancolía. Camus la espera, más allá de la belleza del sol y la lluvia. El argelino se impacienta. A lo lejos, muy loin, la ve venir con su coche rojo (cargada de escopetas literarias y munición de clásicos que domina como pocos). Sale de su coche. Camus llora, alarga su mano izquierda. Teté continúa apoyada en el coche, lo observa con la firmeza de una existencialista:
-Ya estoy aquí, amigo. Pronto te llevaré a Tirajana, el sol en mi tierra te dará vida: volverás a ser mortal.