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No lo vi venir

Estimado señor director de ValeDiario:

Me he hecho eco de lo que informaba su periódico acerca de la decisión de Pedro Sánchez de permitir a los ciudadanos que, al igual que se hizo con los perros, puedan sacar a pasear a los zapatos. De sobra sabemos todos los españoles que lo que dice ValeDiario es ok, y por eso no he tenido la más mínima duda acerca de la credibilidad de su primicia. Lo que podría resultar una extravagancia cobra en su periódico la magnitud de una información sensata y antes de que aparezca la resolución legal he dado muestras del ciudadano ilustrado que me considero.

De ahí que me haya anticipado y haya proporcionado a mis zapatos el primer paseo colectivo por los alrededores de mi domicilio después de esta interminable era de confinamiento. No puede usted imaginarse la algarabía que se desató en la zapatera, cuyas bisagras chirriaron de artritis afectadas por el desuso. Amontonados en un caos más abigarrado aún del que recordaba, allí estaban mis zapatos que apenas recibieron el relámpago de la claridad comenzaron a retozar unos sobre los otros como perrillos que adivinaran la recompensa.

A veces, señor director, el recuerdo escarba más de lo debido en la ternura y mis poros sentimentales no dudaron en abrirse con el mismo regocijo que en una noche de Reyes. ¡Pero, qué veo, si yo tenía unas deportivas!, ¡mira, los mocasines negros, cuánto han crecido, si ya tienen hasta bigote!, ¿y ustedes quiénes son?, ¿botas, botas para andar por el monte, qué monte, hay elevación más allá del taburete para limpiar el polvo de los altillos?, ¡cuánto lifting tendrá que prodigarse en esta zapatera, criaturas mías, si es que alguna vez regresan a su oficio!

Lo cierto es que me decidí a sacarlos tal y como estaban porque la desesperación era conmovedora. Los até uno a uno con sendos cordeles y me los enganché a mis manos como a una jauría de galgos. Qué escena, señor director. Debió de verlos al abrir la puerta de la calle. Cómo se lanzaron a patear sobre el pavimento. Se ensañaron pisando colillas, caracoles, tijeretas, cagarrutas, y hasta la gravilla impertinente que se incrusta en la suela constituía un motivo de entusiasmo para sus zapatazos. Tiraban de mí en todas las direcciones. Algunos recordaban todavía su antigua vocación para el noble atuendo y escogían las zonas más dignas para sus pisadas, pero yo los notaba titubeantes, aprendices del elegante desfile. Otros eran más osados y hundían su cuerpo entero en arriates y parterres.

Los vecinos me miraban y les subía el desconcierto a la cara como a un enamorado el rubor pudibundo. Y a mí solo se me ocurría decir para mis adentros: Si leyeran el Valediario, vecinos míos.

Después de recorrer los alrededores regresé a casa. Algunos zapatos se resistían a entrar y tuve que forzar la trenza en que se me habían convertido las riendas para que lo hicieran. Tiraban de mí con fuerza en la puerta de mi casa. Tenía que haber visto sus punteras abiertas y gruñendo con una ira que daba escalofríos. Hubo unas sandalias que se desabrocharon su correaje y con un histerismo desasosegante comenzaron a dar latigazos en el suelo en protesta por aquel injusto regreso a las catacumbas.

Y, ay, señor director, lo que sucedió luego fue verdaderamente una tragedia. Y todo por no hacerle caso a usted, que mire que nos recalca una y otra vez que toda medida de Sánchez no busca sino la perdición de la patria. Pero yo pequé de ingenuo, lo reconozco, y me adelanté a cumplir con el Estado de derecho.

Porque cuando logré cerrar la puerta de mi casa aquella jauría se quedó paralizada y todos los zapatos enfilaron sus punteras, sus empeines, sus cordones y el cuero todo que un día me perteneció hacia mis pies, que calzaban en aquel momento las cholas con las que me acuesto y me levanto como la Virgen María y el Espíritu Santo. Pensé que miraban mis pies con el desconsuelo de no poder calzarlos con el deleite de su vocación zapatera, pero estaba equivocado.

En un silencio de funeral se encaminaron hacia el mueble con una docilidad extraña que no se correspondía con la algarada reciente. Fui cogiéndolos con la delicadeza de un librero antiguo y metiéndolos uno a uno en los estantes disponiéndolos en un orden vistoso. Cuando cerré la puerta de la zapatera, un murmullo se desató en su interior, pero pensé que no era más que el resultado del ajuste de algunos de ellos en su nuevo orden.

Al despertar por la mañana, quise calzarme mis cholas tocando con los pies desnudos y aún medio dormidos el lugar exacto donde las he dejado cada día durante este largo confinamiento. Pero allí no estaban. Miré debajo de la cama, en cada rincón del dormitorio, dentro incluso del armario, por si este atontamiento de la reclusión forzosa me hubiera llevado a romper la rutina. Tampoco. Olvidado ya del episodio del día anterior, decidí rebuscar en la zapatera por si aún sobrevivían unas esclavas antiguas o unas chancletas desahuciadas. Y al abrir el mueble hallé lo que su cabeza es incapaz de imaginar, señor director. Al fondo, rodeadas por aquellos salvajes sedientos de venganza, que babeaban todavía los restos del betún empleado para asfixiarlas, yacían descuartizadas y convertidas en migajas de plástico y piel las cholas que había calzado cada día con sus noches.

¿Por qué, señor director de ValeDiario, fui incapaz de pronosticar la conjura? ¿Por qué no supe entender que su noticia encerraba toda la zafiedad de la conspiración? ¿Cuánto más habrá de publicar su periódico para entender que detrás de cada medida de Sánchez hay un latigazo de crueldad contra los españoles?

Míreme ahora aquí, herida mi dignidad tras la conjura contra las cholas y descalzo por los siglos de los siglos.

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Enredadera

Me ha tocado podar la enredadera del jardín. En realidad ha sido un impulso estético el que me ha llevado a cortar por lo sano todo el follaje de la planta, que presentaba varias zonas de hojas quemadas por los bordes. Sin embargo, la ipomea, ese es su nombre de gala, todavía conservaba hojas verdes y flores de color púrpura bastante vistosas adonde venían a parar a diario avispas, lagartos y pájaros atraídos por su aporte alimenticio. Los lagartos se encaramaban en artísticos escorzos por entre los tallos y mordían las hojas con morosidad de gourmet. Los pájaros saltaban de flor en flor con esa impresión de juego permanente al que se parece su frenética supervivencia. Y las avispas cercaban la propia enredadera, como marcando a zumbido limpio un territorio expropiado para sus libaciones.

Y esta mañana me lo he cargado todo. Ese pequeño ecosistema frondoso que agregaba a cada día una sinfonía bucólica de movimientos y trinos ha caído por la acción de unas tijeras convencidas de que era necesaria la operación quirúrgica. Al ver el resultado me he sentido como el rayo de Machado que hendió el olmo viejo soriano. Reconozco que mientras manipulaba las tijeras experimentaba una fruición especial que me empujaba a cortar y cortar todo lo que caía entre los dos puñalitos con ojos. Pero ahora que veo el resultado noto una contracción en el estómago desoladora que me aboca al remordimiento. Porque pienso en los animalillos a los que he privado de abastecimiento y me entra complejo de monstruo impío. ¿Qué pensarán de mí los lagartos altivos, los pájaros nerviosos y las avispas celosas? Llegarán a su vergel y se encontrarán la despensa vacía. Se preguntarán qué fenómeno natural habrá producido este estrago repentino, por qué ya no existe ni la sombra de la enredadera, ni los restos de sus flores púrpura donde libar el último sorbo de polen.

Los pájaros y las avispas alzarán el vuelo hacia otros horizontes, pero los lagartos viven justo debajo de mi jardín. Y veo cómo llegan desolados en busca de verde y se detienen paralizados por la perplejidad que les produce el tronco seco.

Esta mañana ha habido uno que no ha reaccionado a mi presencia, algo nada habitual en su actitud huidiza apenas corta el aire un movimiento doméstico. Se ha apostado junto al esqueleto de la enredadera, como dispuesto a pedirme explicaciones. Y ha terminado por conmoverme. Tanto que me he dirigido a él sin tapujos y de entrada le he pedido disculpas; pero luego me he puesto en mi sitio y le he sugerido que podía aprovechar este tiempo de escasez y largarse a hibernar a las catacumbas que horadan bajo mi jardín, ahora que aún nos afecta una cola de invierno. ¿Hibernar?, me dice. Estamos hasta el mismísimo rabo de empezar el letargo y despertarnos a los pocos días con el solajero. Así no hay quien duerma. Un día parece que el frío nos va a hundir en el sueño y a las pocas horas está tocando diana mi abuelo anunciando que hay que despatarrarse arriba por imperativo solar.

Y comprendo al saurio. Comprendo que estos cambios estacionales trastornan y los pobres lagartos deben de tener el calendario tan descalabrado como nosotros en este tiempo de crisis sanitaria.

Pero no quiero desviarme de mi punible actividad de Manostijeras. Porque la osamenta está en mi jardín como recordatorio de la devastación. Lo que era una fronda oxigenante y nutricia hasta hace poco tiempo ha desaparecido, como infectada por un flagelo invisible que parece haber acabado con la savia que corría por sus ramas.

Esta parodia de la poda de mi enredadera no tiene más finalidad que sembrar de afecto y apoyo en este páramo de incertidumbre. Mi enredadera, como el tronco del olmo viejo de Machado, con la piel de tantos y tantas que viven estos días tan cerca del filo de las tijeras, aguarda otro milagro primaveral.

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Decamerón

Siguiendo el rastro de la historia de la literatura, la cuarentena a que nos obliga el innombrable nos remite indefectiblemente al Decamerón. Ya se han hecho eco algunos articulistas y han traído de la mano a Boccaccio para ilustrar sus textos. Y es que el escritor italiano tuvo la agudeza de enmarcar las historias que componen su célebre colección de cuentos con un recurso que constituye por sí mismo un bello relato. Como saben, un grupo de diez jóvenes, huyendo de la peste bubónica que asoló Florencia a mediados del siglo XIV, se refugia en una villa en las afueras de la ciudad italiana. Para hacer ameno el confinamiento, cada miembro narra una historia cada noche y el resultado de este divertimento juvenil es un ramillete inolvidable de cuentos que pasan a la posteridad gracias a la prosa brillante del escritor florentino.

Nos dice Boccaccio en su prólogo: «Si queremos correr tras la salud, nos conviene encontrar el modo de organizarnos de tal manera que de aquello en lo que queremos encontrar deleite y reposo no se siga disgusto y escándalo».

Pensando en el Decamerón estos días inciertos, mientras un silencio telúrico baja unos cuantos decibelios el frenesí de la fortuna diaria y las miradas se cruzan veladas por un cortinilla de desasosiego, he encontrado en la idea de reunirse para inventar un marco imaginario para sacarle un buen partido a esta reclusión obligada. Los jóvenes florentinos dedicaron cada día a un asunto: una jornada a las historias con final desgraciado, otra a las de final feliz, otra a contar lo que más le agradaba, otra a elogiar a quienes habían conseguido realizar sus deseos, otra a las grandes hazañas. Y todos los relatos, que encerraban una peripecia amorosa, burlesca, o mostrativa de la inteligencia o la subordinación al destino, buscaban al mismo tiempo deleitar a los presentes y desviar su atención de las escaramuzas de la peste.

Recuerdo que a mediados de la década de los 60 yo pasaba semanas en el barrio de Cabo Verde, en Moya, en casa de una tía a la que no llegaba la electricidad (a la casa, no a mi tía). Por las noches encendíamos las velas y después de cenar nos tocaba llenar un tiempo con una improvisada tertulia que por lo general ponía sobre la mesa chismes, desgracias y algún que otro desarreglo amoroso que yo no alcanzaba a comprender por las luces (no eléctricas) de mi edad. Y recuerdo que de aquella penumbra velazqueña brotaba una atmósfera propicia para que irrumpiera un secreto, una anécdota tronchante o el susurro de un espíritu responsable de apagar una vela. Fue en ese tiempo cuando me enteré de que la novia de mi primo A. había sido novicia en un convento y que había visto en él un ejemplo de santidad cuya fuerza de atracción había desbordado sus principios vocacionales y, como la amada de San Juan de la Cruz, había salido del convento En una noche oscura en amores inflamada. Lo que no esperaba el bueno de mi primo, que era un verdadero santo de misa y rosario, es que la susodicha guardara en su pecho florido un tumulto ardoroso tantos meses reprimido y cultivado con sigilo en el jardín de sus fantasías, y que ahora tenía al desdichado anémico y cadavérico, según la versión de su madre desternillada hasta lo indecible en aquella habitación de entrañable claroscuro. Como comprenderán, yo correspondía con mi inocencia a la risotada general preguntándome perplejo el porqué de aquella juerga si mi primo cargaba con una enfermedad que lo tenía en los huesos.

Contar historias impelidos por esta circunstancia extraordinaria nos devolvería el valor de acercarnos a la piel de nuestra identidad, que está construida a base de relatos, reales o exagerados, que revelan la semejanza de los mimbres con los que estamos hechos todos y todas. Los jóvenes florentinos de Boccaccio no solo contaron historias en aquel refugio sino que desnudaron sus almas hablando de erotismo (mucho y con mucha gracia), amor y trapisondas del destino. Mientras el innombrable sigue intentando tejer telarañas, nosotros a lo nuestro, a sembrar de ingenio e imaginación el páramo de nuestro confinamiento para salir de nuevo al frente de la cotidianidad cargados de ganas de contar, como el tumulto ardoroso de la novia de mi primo, pero sin la barbarie de sus apetitos, o sí, allá cada cual.