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Villarejo a la escucha, ¿en qué puedo servirle?

Estoy preocupado. No, en realidad estoy obsesionado. Las escuchas de Villarejo me tienen los sensores armados hasta los dientes. Me sobresaltan las llamadas telefónicas y desde hace unas semanas no hago más que recordar todas las conversaciones que he mantenido con mis afines y amigos, para descartar que no he revelado ningún secreto que pueda comprometer mi dignidad o que ponga en peligro grave mi condición de ser libre y sensato. Restauro una a una las frases que he podido volcar en este dispositivo, que ahora miro con el desdén con el que se desprecia a un chivato, y comienzo a temblar con la suposición de que lo que ha salido de mi boca en sentido literal haya podido llegar hasta Villarejo’s center en forma de mensajes encriptados.
Porque, debo admitirlo, a los oídos magnetofónicos de Villarejo les consta que escribo literatura (o eso es lo que yo me creo) y que no sería nada extraño, por tanto, que empleara el arsenal alegórico para transmitir inquietantes enigmas con fines perversos.
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Beneficio

Un hombre, llamémoslo H1, (también podría ser una mujer) con dos hijos de veinte y largos años, es propietario de dos pisos en alquiler a los que ha puesto un precio acorde a la subida especulativa del momento. Sus hijos tienen pareja, han terminado estudios y, al igual que muchos de su generación, se hallan sin trabajo o con una ocupación irregular y mal pagada. Prolongan su formación como remedio a su falta de perspectiva laboral. Otro hombre, H2, con dos hijos, tiene una empresa mediana con una docena de trabajadores, quienes se quejan de las condiciones precarias de su empleo. Uno de sus vástagos está empleado en su empresa, el otro sigue estudiando. Los hijos de H1 buscan desesperadamente trabajo estable, los de H2 buscan desesperadamente piso de alquiler.
H1 se queja de la falta de oportunidades de empleo para sus hijos. H2 pone el grito en el cielo ante la irrupción del alquiler vacacional, que ha pervertido el mercado del arrendamiento y ha frenado toda posibilidad de independencia para sus hijos. Y ellos, H1 y H2, tienen todo el derecho del mundo a denunciar esta injusticia porque son la encarnación del progreso, los portadores de la palanca que mueve el mundo: el beneficio.
Llegan las elecciones y salen del baúl de las consignas las soflamas más ardientes. P1, político de una opción determinada, proclama el fin del empleo precario y la extensión de la ocupación justamente retribuida para todos los jóvenes. P2, candidato de otra opción, martillea sobre la injusticia de los alquileres abusivos y anuncia carretones de ordenanzas para hacer accesible a todos, especialmente a las parejas de jóvenes, el alquiler de una vivienda.
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Los hijos de Palestina

Solomon Green estudia en la Universidad Humboldt de Berlín. Llegó hace un año de Israel y tomó la decisión de cursar el Euromaster guiado por las recomendaciones de sus profesores, que han visto en él un genio potencial para los negocios, y por una vaga idea de reconciliación con sus orígenes, ligados a la Alemania de principios de siglo XX. Aanisa Atalah cursa el posgrado de Art in context en la Universidad de las Artes de la capital germana. Procede de Jericó, una de las gobernaciones del Estado Palestino en Cisjordania. También fueron sus familiares quienes observando la condición virtuosa de su arte pictórico la enviaron a Berlín para que completara sus estudios.
Aanisa y Solomon se conocieron en la StaatsBibliothek. Ella estaba sentada en una silla ancha, frente a una mesa con amplio espacio para su portátil y sus documentos de consulta. Él había llegado más tarde. La biblioteca estaba atestada y no hacía sino dar vueltas y más vueltas a la espera de encontrar un asiento o haciendo tiempo para que alguien se levantara. Pasaba una y otra vez cerca de Aanisa y ella se percató de la recurrencia y de su desesperación y de su agotamiento. Entonces le hizo una seña y le dijo que se sentara junto a ella hasta que encontrara un sitio desocupado. No estaban cómodos, especialmente él, que miraba con cierto reparo el hiyab negro que cubría la cabeza de la muchacha. Pero acabó aceptando la nueva situación y pasado el tiempo renunció a levantarse, seducido por la compañía y el interés de lo que estudiaba ella.
Quedaron en más ocasiones y fraguó una saludable y grata amistad que le permitió a él invitarla a una visita al campo de concentración de Sachsenhausen, a las afueras de Berlín. Recorrieron el campo sobrecogidos por las atrocidades que iban conociendo. Hacía frío, un frío tan cortante como el silencio que solo quebraba la voz del guía. Regresaron cabizbajos a la capital y se despidieron en la estación de Hauptbahnhof. Fue ella la que lo abrazó y lo retuvo durante un rato junto a sí. Antes de despedirse, Aanisa se desprendió del hiyab para arreglarse el cabello. Él la observaba con una admiración diferente y le pidió que se mantuviera sin el pañuelo durante unos instantes. Luego fue él mismo el que terminó ajustándoselo.
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