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Página en blanco

Quiero escribir en esta página en blanco y me vienen a la cabeza lances sueltos de la realidad que tienen la voluntad de coger músculo, pero a los pocos renglones desfallecen abatidos por la ausencia de oxígeno. Colapsa la respiración una sombra como de eclipse que ahoga todo intento de esquivar el sentido único hacia donde se dirige el pensamiento. Quise escribir sobre mi barbero, que me habla con la misma pericia con la que va desplumándome para decirme que todo lo que pasa es el fruto de la guerra interior, que hay desde hace mucho tiempo una hostilidad entre los seres humanos que ahora ha estallado de la mano del sátrapa, pero que él es un títere de la gran tensión entre los habitantes del planeta. Viva el pensamiento libre. Quise escribir sobre mi analítica, el mapa de los fluidos que regulan el tráfico de nuestro organismo, las balizas de las enfermedades latentes, las cañerías subterráneas del cuerpo por donde repta en silencio el plazo que nos queda. Pero noté el sonrojo de la frivolidad quemándome en las yemas sobre el teclado. Quise escribir sobre la mujer (por su día), y la obligación del hombre de respetar el derecho de ella a volverse a enamorar, y a cansarse de su presencia, así como de la conveniencia de certificar esa prerrogativa antes de formular su deseo de envejecer juntos. Pero no pude continuar porque me empujaba otra sombra siniestra. Quise escribir sobre la soledad de los jóvenes y del Plan de Soledad No Deseada del ayuntamiento de Madrid, y otorgarle la importancia que tiene para todos el que la fortaleza emocional de los jóvenes no decaiga, por ellos y por lo que los necesitamos. Y volvió a quedarse la página en blanco espantada por una herida que alcanza a toda la humanidad. Quise escribir sobre Irmgard Fuchner, una colaboradora nazi de 96 años, que se dio a la fuga antes del juicio y fue detenida en una localidad alemana. Quise hacer disección de su conciencia, cómo habrían sedimentado en ella el odio y la inhumanidad durante su papel de victimaria en los campos de exterminio, cómo habría ido metabolizando la piedad después de tantos años, y por qué huía y rechazaba la justicia a su edad. Y aun siendo atroz el episodio y fecunda la posibilidad de elucubrar sobre él, la página se fue desnudando de los renglones escritos para quedarse en cueros y saltarme a los ojos el blanco hiriente de la desolación.

Porque de todo quise escribir y todo se me desplomaba. Porque apretaba otro dolor inmensurable sobre el pulso inestable de la escritura. Porque es un dolor como la forma más acabada del caos. Un dolor que se asfixia a sí mismo. En Ucrania supura la herida del mal, la anomalía del corazón analfabeto en historia, cruel con los semejantes. Ucrania es la muñeca de trapo que zarandea el tirano tocando una música conocida en otros lugares del planeta. Ucrania es el dolor, la inmensa sombra que planea sobre todas las cabezas del mundo. Y todavía la página sigue en blanco, porque la impotencia y la indignación hacen inútil todo intento de decir algo.

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Chirbes y Fernán Gómez

No descubro nada si digo que puedo convertir la lectura en un ritual ajustado a los caprichos sucesivos del pensamiento y del apetito surgido en un momento dado. La lectura está a disposición y queda bajo nuestra potestad la posibilidad de consumir una novela tras otra, o un ensayo a la medida de nuestros intereses, o un poemario que satisfaga la deuda con el espiritual que todos llevamos dentro. Pero en esta ocasión elegí una modalidad distinta, seguro que nada original, a raíz de dos regalos sobrevenidos por sorpresa: El tiempo amarillo, de Fernán Gómez, y los Diarios, de Rafael Chirbes.

El primero ya lo había leído en formato electrónico, pero ahora tenía la oportunidad de hacerlo en una edición muy buena de Capitán Swing. El segundo venía respaldado por una excelente valoración de crítica y público. Y me dispuse a leerlos simultáneamente. Dos creadores por los que siento admiración, dos personalidades que presumía distantes entre sí.

Fernán Gómez cuenta, como en su momento hiciera Arturo Barea en La forja de un rebelde, arrastrando con su biografía la crónica de una época tan importante como la de la Segunda República, la Guerra Civil y el franquismo. Habla el muchacho que va abriéndose hueco en la farándula con breves lucimientos y dilatados fracasos que son contados con la imperecedera socarronería del artista. Con su memoria se encienden las luces del teatro y el cine de un periodo precario, y asoma sin ostentación algún que otro aspecto de su periplo sentimental: el cariño de su abuela, el vaivén de las atenciones de su madre, sus primeros escarceos con las mujeres. Y aquí vienen los primeros frutos de este paralelismo de los dos diarios que me propuse leer simultáneamente. Porque Chirbes, a diferencia del comedimiento de caballero cumplido de Fernán Gómez, se abre las carnes y nos muestra hasta el último de los hedores que le deparó su vida en los momentos más convulsos. En los Diarios hay una disección maravillosa del dolor que como lector se agradece en tanto que traslada al acto de leer toda la munición emocional que uno espera de una biografía, más allá de la anécdota y la originalidad. Además del desgarro hay erudición, portentosa para un analfabeto como yo, que sin duda está en la sustancia con la que compuso sus novelas, y hay mucho de crítica literaria que pellizca sobre convenciones que parecen inalterables.

En Fernán Gómez aflora su educación sentimental, pero sobre todo su progresión artística, la infinidad de tanteos que terminan consolidándolo como un artista polifacético, sin antecedentes en España y quizás también fuera de nuestras fronteras. Pero Fernán Gómez habla como cronista, con un pudor que él mismo se impone porque no considera oportuno confesar en un libro lo que no le ha contado nunca a los amigos. En Chirbes, sin embargo, saltan a la vista los vasos capilares de su vida sexual y las costuras de sus desazones más punzantes.

En este ritual que me impuse he vivido la vida de dos individuos admirables con un recorrido diferente. El uno me ha llevado a través de la piel de la historia, hendiendo de vez en cuando para conocer qué sangre sustenta los hechos que protagoniza, pero sin herir, sin salpicar, con todo el surtido de luces que apetece encender para saber qué pasó para que este hombre llegara a ser un grande. El otro emplea el escalpelo y revela la condición humana en su estado más primitivo, pero desde ese inequívoco drama surge una obra literaria de la que podemos saber cuál es el itinerario que ha terminado consagrándolo.

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Doña Eufrasia y las votaciones

Doña Eufrasia Galindo trabaja en el servicio de limpieza del Congreso. Estaba de retén de emergencia el día de las votaciones de marras. Por lo general, no suele prestar mucha atención a lo que se cocina en el hemiciclo y por eso lleva unos pinganillos en los oídos para escuchar la radio, que es lo que verdaderamente la entretiene. Pero esa tarde la cosa estaba movidita e intentó enterarse del zaperoco de sus señorías. Sabía por el aire que tenía que ver con el trabajo, pero hasta ahí llegaban sus conocimientos. Cuando llegó a relevarla su compañera Clotilde, esta le preguntó qué había pasado y por qué se había montado el revuelo. Y le contó.

No veas, chica, como la canción de la teta, que si votaron y no salió pero que tenía que haber salido. Primero la presidenta dijo que se había rodado el decreto del rey, que a ver que tiene que ver el pobre Felipe con este fandango, y los de la banda de acá dieron brincos y zapatearon como si estuvieran partiendo el año. Pero la presidenta volvió a hablar, porque alguien había ido a los servicios de la cámara, que al pobre lo debió de coger la meadilla cuando estaban apretando los botones, y se ve que el hombre había vuelto, digo yo, porque el caso es que los de la banda de allá saltaron como si les hubiera tocado el gordo. Y luego venga a salir los de la banda de acá gritando por los pasillos, ¡que Casero tiene mal el aparato! Y, claro, una que es ignorante piensa que el pobre ese, que seguro que fue el que estaba en el servicio de la cámara, no podía apretar los botones sin el aparato en condiciones, que mi Dionisio ha llegado del trabajo reventado de sus partes y no atina ni con el interruptor de la luz y así me deja el inodoro y los alrededores, con un goterío que me sale hasta el pasillo de la casa. Total que ahí ves a unos con el rabo entre las patas, como digo yo, y a otros bailando sobre una pata sola.

Y cuando tengo cerca a uno de los de la banda de acá que venía endemoniado y diciendo que a lo mejor llevaban al juzgado hasta la tele por enseñar una teta gigante sin su sostén correspondiente, me dirijo con mucha educación, faltaba más, Clotilde, y le pregunto:

—Oiga, señoría, ¿usted me puede decir si después de esta voy a mantener este trabajito de limpiadora para el mes que viene?

Y no va el muy cenutrio y me contesta:

—Pero, señora, ¿usted cree que eso tiene importancia ahora mismo?