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Coleros cibernéticos o cibercoleros

Desde hace tiempo existen en Cuba los coleros, personas que cobran por ponerse en cola por otras que no quieren o no pueden. Es un trabajo, no digamos lo contrario. Emplear el tiempo y las varices a favor de otros con su remuneración es una ocupación a la que llevan la necesidad y el ingenio. Recuerdo también que en Málaga hubo una época en que un grupo de avispados negociantes de la menudencia alquilaban transistores durante las horas en que los parados aguardaban ante las oficinas de empleo.

Puestos a especular con las posibilidades que se abren en esto de los servicios prestados a la comodidad, y considerando que la tecnología avanza que es una barbaridad, creo que no tardarán en llegar los cibercoleros. Ya Samantha Schweblin nos adelantó algo en la ficción recogida en su novela Kentukis, en la que unos peluches tecnológicos con cámaras incrustadas pueden ser controlados por un usuario desde cualquier parte del mundo. Pero vayamos a nuestros cibercoleros.

Dada la necesidad extendida en la humanidad digitalizada y el hambre de pantalla que despierta el decurso ordinario de los días, podría ponerse en marcha un servicio de atención a la realidad mientras el contratante atiende a su dispositivo electrónico. Claro que haría falta un juego de chips que interconectaran al cliente y al empleado para que los intercambios fluyan, pero vista la pericia de Bill Gates para introducirlos en el organismo de todos los vacunados contra el coronavirus, no creo que ofrezca mucha resistencia el experimento.

De manera que tendríamos unos cibercoleros encargados de ir al teatro o al cine en lugar de su cliente, que bastante ocupación tendrá con leerse los doscientos cincuenta mensajes y repartir estopa en las redes sociales. O unos que atiendan a una conferencia mientras el usuario del servicio consulta en la Wikipedia de qué trata la charla y de camino haga clic en el ciberanzuelo que lo lleva a conocer cuántos kilos de carne consume al día un hipopótamo y, ya que estamos, consulte los resultados de la primera división, y la cara que se le quedó al hijo de un magnate del petróleo cuando le propuso matrimonio Belén Esteban. O unos cibercoleros que se empapan de la música de un concierto mientras el cliente añade canciones en Spotify o les cuenta a sus cientos de amigos y amigas lo supergenial que está siendo el evento del que ahora mismo no sabe ni cuánto tiempo lleva ni cuánto tiempo falta para acabar. E incluso algunos tendrían que vérselas con una comida de empresa, a la que el cliente no faltaría porque estaría feo, pero ahí se presentaría el cibercolero para atender la vida social de la que su contratante debe desligarse por los múltiples compromiso con su dispositivo.

Habría, sin duda, servicios con mayor sofisticación. Por ejemplo, se contrataría a un cibercolero para que asistiera a clases o hiciera una carrera, o para que fuera a una consulta médica, o para que se leyera un libro del que el cliente pudiera hablar con solvencia mientras transmite en streaming su vasta erudición libresca.

Y todas estas prestaciones remuneradas reducirían el tremendo sacrificio que la ciudadanía digitalizada debe hacer a diario reprimiendo sus ansias de encender su cacharro y convertirse en un teclado andante o en un dedo con albedrío sin fronteras.

Pero también el cibercolero tendrá sus necesidades, y requerirá saciar su hambre de mensajería y navegación fisgona, y entonces aparecerán las subcontrataciones. Y esto será un sinvivir de mercado laboral.

 

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El loco de la colina y Queneau

Yo también fui hijo de El loco de la colina. Se ha escrito mucho estos días sobre él con motivo de su muerte. Él hubiera dicho muerte, no fallecimiento. Era lorquiano, rotundo en la tragedia. Yo no puedo ni quiero superar los elogios, las semblanzas que se le han hecho, porque no soy tanto. Pero ocupó muchas de las noches más agitadas y le dio pausa provisional a un tiempo en el que todo se me aceleraba: la profesión, la política, la familia. Y necesito decir algo de él.

Quiero radiografiar sus monumentos nocturnos al silencio. Y lo haré intentando mostrar cómo alteraba la secuencia ordinaria de los días inundando de una nada fecunda los espacios entre sus preguntas y sus sentencias. Porque nunca era el mismo silencio. El vacío de palabras era proteico. Impredecible no en él sino en el radioyente. Y punzaba como una acusación, como la luz de una sala de interrogatorio, cada día con una dirección distinta, con una intensidad diversa.

¿Cómo contar este poliedro, esta pluralidad de formas?

Acudo a Raymond Queneau, y sus Ejercicios de estilo, el tributo más preclaro a la elevación de lo trivial a la categoría de lo sublime. Queneau recrea una anécdota contándola de 99 maneras diferentes y confirma que la literatura es el traje con que se viste el pensamiento. Y esa va a ser mi muleta. Cuento una respuesta real del Loco e imagino luego cómo la traduciría Queneau con sus modalidades lúdicas. Allá vamos.

La respuesta del Loco

Le preguntaron al Loco un día: ¿Por qué empleas tanto el silencio en tus entrevistas? En el silencio todos somos inocentes, en el ruido todos somos víctimas. Es la única respuesta cuando uno te deja sin palabras. Callo porque me interesa que se quede flotando un pensamiento interesante del entrevistado o porque miente. El día en que nos callemos todos volverá el paraíso.

Dicho con vacilaciones

El Loco no se decide cuando le preguntan por el silencio en sus entrevistas. ¿Es inocencia o es crueldad? ¿Debe callar para no sentirse desarmado o atacar con artillería verbal? ¿Subrayar lo interesante o lo falso haciendo el vacío, o replicando? ¿Infierno de voces y paraíso de silencio, o paraíso de palabras e infierno de soledad insonora?

Dicho como un sueño

Sin despertar, el Loco siente las voces que lo interpelan, voces que irrumpen como niños en su mente dormida, voces que no le llegan al oído sino a su angustia. Sin salir de la nube onírica, el Loco nota que se emborracha de profundidad mental o de mentira. Y al despertar sufre el ataque del ruido, y ansía que regrese la noche para alcanzar al menos el umbral del paraíso.

Dicho con onomatopeyas

Al Loco le dicen: ¿Por qué no preguntas? Y el Loco responde: ¡Chist! E insisten: Bla, bla, bla. Él es contundente: ¡Gr…! Y se oye el llanto de un niño: ¡Bua, bua, bua! Para el Loco callarse es la mejor arma ¡pum! para demostrar ausencia de vanidad ¡gluglú! Tic-tac, tic-tac, sentencia al canto… o mentira ¡crac! El silencio es la sede del paraíso: ¡Pío, pío, pío! ¡Tolón, tolón!

Dicho en octosílabos

Si preguntan por qué callo

Cuando hago una entrevista,

Quiero darles una pista

Porque otra forma no hallo.

 

Callo porque yo prefiero

Que el que calle no destaque,

Que ya las pullas y ataques

Llenan este mundo huero.

 

Al que con tino sentencia,

O al que mienta y envilezca,

El silencio lo engrandezca,

O lo deje en evidencia.

 

Callar siempre es un aviso

De un axioma que es eterno:

Que el ruido acerca al infierno

Y el silencio, al paraíso.

 

Dicho como un análisis matemático

Silencio es igual a 0.

Sea 0 una cifra que no incluye elementos.

Agréguese un 1 a su izquierda y obsérvese la aglomeración de valores encerrados en la cifra resultante.

Úsese el 0 para replicar la presencia de una magnitud elevada.

Según se coloque a izquierda o derecha, el 0 aumenta una cantidad y la magnifica, o la mengua y la empobrece.

Ya es de conocimiento común que agrandar una cifra con la mayor cantidad de ceros es signo de riqueza paradisiaca.

Carta final

Querido Loco:

Aún estoy esperando que hables, pero tu silencio es un idioma universal que escucho con calma en las noches sombrías. Ojalá quienes habiten la eternidad aprendan pronto tan preciado alfabeto.

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«Casas vacías», maternidad y dolor

Termina uno de leer este libro y crecen las intuiciones que se tienen en torno a la verdadera naturaleza de la maternidad. Como hombre y adscrito a un estrato social determinado, es posible que me afecte la visión edulcorada respecto a la experiencia de la maternidad. Porque el hecho de ser madre aún conserva rescoldos de viejas voluntades patriarcales y nocivas intenciones ideológicas que conformaron un relato cargado de idealismo, ternura y realización feliz para la mujer.

Brenda Navarro, la autora, se propone ampliar el prisma con que se analiza esta experiencia y pone a actuar a dos mujeres atravesadas por distintas modalidades de violencia y de dolor, y las hace dudar, manifestar sus incertidumbres, equivocar sus efectos, imprecar contra las expectativas que la tradición, el contexto social y el paradigma romántico del vínculo natural han volcado en torno al hecho de ser madre.

Son dos madres pertenecientes a clases sociales diferentes. A una de ellas, la de estatus más elevado, le quitan a su hijo en el parque. La otra ha concebido que la maternidad va a ser la forma de restituir la vida digna que su historia personal le ha negado. Y le roba el hijo a la primera. Expuesto así el argumento, parecería que la trama presenta un hilo narrativo sustentado por una víctima y una victimaria. Pero nada más lejos de la realidad.

La trama es un pretexto para examinar el hecho de la maternidad. La primera mujer manifiesta su falta de convicción en su embarazo, el abismo que se le abre ante un hecho que sacude su seguridad para concebir y criar. Con el instinto gobernando su pensamiento y en plena crisis por la desaparición del hijo, prefiere que se muera a que permanezca desaparecido. Reniega de la maternidad como portadora de un bienestar y de una forma de realización. Nunca ha tenido la certeza de que estuviera preparada para afrontarla. Pero con la desaparición llega la culpa, y con la culpa se desata un dolor que ella no hubiera querido, y en la misma culpa se citan el afecto por el hijo y su decisión de concebirlo.

La otra mujer, la madre (supuestamente) impostora, no ha podido concebir con un hombre y cree que formar una familia es la única manera de vertebrar la vida digna que no ha tenido nunca. Deposita en la maternidad toda la esperanza de una restitución a la que tiene todo el derecho, porque ha sido maltratada y abandonada por su entorno cercano. Todo a su alrededor ha sido dolor y violencia. Le arrebataron a un hermano, a su madre. No ha podido cristalizar el amor de pareja por la promiscuidad de su novio. Por tanto ser madre es el único asidero para no desaparecer definitivamente.

De manera que el libro intenta enraizar la maternidad con el dolor, un dolor situado en el fondo, solitario e incomunicable, ajeno a las convenciones y temeroso de la censura social. Tan próximo al miedo como lejano a la comprensión de los otros, de los hombres. Un dolor al que se adhiere la historia del feminicidio y las múltiples formas de menosprecio a la condición femenina. Las dos mujeres hablan solas porque cualquier interlocución las situaría próximas al delirio. Pero la autora las hace hablar como personajes de una ficción para que se aproximen a la verdad y nos cuenten que esos miedos y esas dudas y ese modo candoroso de esperanza forman parte de una experiencia humana velada por siglos de romanticismo. Y nos muestren cómo bullen sus deseos de rebeldía contra patrones de comportamiento impuestos desde la costumbre y la masculinidad.

Brenda Navarro vivía en Méjico, en el seno de la clase media, y se traslada a España, y aquí tiene que asumir su condición de inmigrante y los efectos colaterales de un trato menospreciante. Y es madre. Y sabe de lo que habla cuando arrastra con su novela una idea de la mujer asaeteada desde tantos frentes.