Conocí a una pareja de amigos que me contaron que su hijo pequeño era un torbellino, que ellos no tenían forma de atemperarlo cuando estaba en ebullición y que les producía un agotamiento desesperante. Pero quiso la fortuna que cierto día se produjera el milagro. De repente los ruidos de su paso huracanado por las habitaciones y los pasillos cesaron y a ellos les sobresaltó el silencio drástico. Por esa corazonada parental que lo lleva todo al abismo, creyeron que algo malo le había ocurrido al niño y lo llamaron sin recibir respuesta. Buscaron con desasosiego por todos los rincones hasta que lo encontraron en el lugar más inesperado: el niño se hallaba frente a la lavadora de ojo de buey absolutamente inmóvil y abducido por el movimiento giratorio del aparato. Sus ojillos agitados eran mecidos por la batida de las prendas que se revolvían en feliz ceremonia higiénica. Incluso nos llegaron a contar sus padres que en algunos momentos la cabecita del niño hacía por imitar el giro alucinógeno del tambor.
Ni que decir tiene que se extendió como costumbre en aquella casa la de llevar al niño ante la lavadora cuando arreciaba el huracán de sus travesuras.
He pensado estos días en ese niño. Me sedujo su entrega inexplicable a un movimiento giratorio que sacude de un lado a otro prendas de todo tipo y de todo color. Me figuraba que su hipnosis provenía del revoltijo, de la mezcla abigarrada de piezas sometidas a una sacudida a cuya finalidad el niño era completamente ajeno. Poco le importaba a él que la ropa saliera limpia. Al niño le fascinaba la agitación que veía tras los cristales del ojo de buey, que en realidad era su propia agitación transferida a la máquina. O sea que la máquina oficiaba por él lo que su instinto incubaba cada día por los pasillos de su casa. La máquina le había secuestrado su capacidad de alborotarse, de seguir su patrón de conducta libre aunque desmadrada.
Y me he acordado del niño porque en esos delirios que generan en mi cabeza los acontecimientos recientes me ha dado por cambiar la lavadora por una urna electoral (el parecido es asombroso) y me ha sobrecogido el pensar que el centrifugado de piezas como ideas o consignas obnubila el libre albedrío, y la capacidad de decidir queda a merced del movimiento giratorio.
Hay mucha ropa que lavar, y alguna habrá que lavarla a mano porque algunas manchas se resisten. Preocupa, pues, que la higiene prevalezca por encima de todo y que la ropa huela bien, aunque sea ropa vieja y usada, con tal de que cumpla su función de indumentaria. Y luego, si hay quien quiera dejarse hipnotizar por el giro alocado de las prendas, como el hijo de mis amigos, pues que lo haga. Quién sabe si no es un relajante por descubrir.
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