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Pablo Milanés, mi madre y Machín

Mis orígenes son cubanos. Crecí envuelto en una nostalgia liviana que mi madre abonaba cuando hablaba de su padre, caribeño de cuna, igual que mi abuela. Mi madre vino a Canarias, tierra de sus abuelos, cuando tenía 8 o 9 años, y diversas circunstancias determinaron que no regresara nunca a Cuba. Pero el rastro de su infancia en el pueblito de Bolondrón, provincia de Matanzas, no se perdió nunca arropado por las evocaciones a sus antiguos vecinos. Luego fue expandiendo el marco de su melancolía a toda Cuba, al malecón de La Habana, ventana al mar que reblandecía su memoria, al espíritu jocoso de los cubanos, a Fidel, más por su facundia que por su valor político, y a los músicos del país que florecían en los años 60. Entre todos, Antonio Machín. El bolerista movilizaba su sentimentalidad dormida y entre pespunte y pespunte mi madre hacía una pausa para recibirlo en su calidad de mensajero de un recuerdo grato.

De manera que cuando despuntaban en mi imaginario los primeros destellos del amor adolescente, ahí estaba Machín para amenizarlo (o para desgarrarlo) con su banda sonora sembrada de corazones locos y angelitos negros, que yo recogía de refilón desde la pasión musical de mi madre.

Pero he aquí que me vuelvo rebelde, subversivo, activista, y comienzo a pasar las esencias de la condición humana por el filtro de la conveniencia revolucionaria, y a separar las inmundicias burguesas (así las considerábamos en aquel tiempo) de las acciones militantes. Y el amor de Antonio Machín se convirtió en una fruslería inadmisible porque alimentaba un sentimiento universal pero de una forma frívola y alienante.

Entonces nos hicieron falta otras bandas sonoras, otro impulso hímnico que alentara nuestros deseos de cambiar el mundo. Y aparecieron Silvio y Pablo, Pablo y Silvio, dos cubanos cantautores y comprometidos. Y Pablo entró con su peinado afro y su piel retinta en nuestra radiogramola revolucionaria para anunciarnos la reivindicación del socialismo en Chile, para arengarnos sobre la necesaria unidad latinoamericana, para descubrirnos la virtud del cantor que se alce y siga hacia delante con más canto y con más vida. Con él pisamos de nuevo las calles de Santiago y urdimos en nuestra placenta utópica los mimbres de una sociedad justa y libre. Era un son que agitaba, que materializaba el impulso de tomar el poder de los tiranos. La voz de Pablo tenía un aire de languidez vibrante, de quejido sedoso, que se nos instaló en el genoma de nuestros mejores recuerdos musicales de una callada manera, como si fuera siempre primavera.

Y además, Pablo le cantó al amor, diseccionó el amor como un cirujano que no requiere grandes artilugios para mirar por debajo de la piel, solo un bisturí sobrio pero con el ingenio suficiente para hallar el breve espacio en que no estás, o para revelar la carne y el deseo que se necesitan para vivir, o para encontrar la luz con que satisfacer el sentido del ser humano que no pide estrellas azules. Le puso melodía al fracaso, a la pérdida, a la soledad con un vuelo poético que siempre fue transparente, sencillo, directo. Nos quebró la garganta desde los primeros acordes de la canción de amor probablemente más hermosa de todos los tiempos y nos fue devolviendo (me fue devolviendo) a la esencia del sentimiento universal tan necesario y sublime como lo fuera, en otros tiempos de ilusiones etéreas, la fe en la revolución.

Pablo entró en mi casa alentando el cubanismo aletargado que mi madre despertaba con Machín. Dos maneras de reforzar los orígenes, dos modos de enaltecer el amor, que también transforma el mundo. A la nostalgia del Caribe se me agrega la pena por un cubano bueno.

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Coleros cibernéticos o cibercoleros

Desde hace tiempo existen en Cuba los coleros, personas que cobran por ponerse en cola por otras que no quieren o no pueden. Es un trabajo, no digamos lo contrario. Emplear el tiempo y las varices a favor de otros con su remuneración es una ocupación a la que llevan la necesidad y el ingenio. Recuerdo también que en Málaga hubo una época en que un grupo de avispados negociantes de la menudencia alquilaban transistores durante las horas en que los parados aguardaban ante las oficinas de empleo.

Puestos a especular con las posibilidades que se abren en esto de los servicios prestados a la comodidad, y considerando que la tecnología avanza que es una barbaridad, creo que no tardarán en llegar los cibercoleros. Ya Samantha Schweblin nos adelantó algo en la ficción recogida en su novela Kentukis, en la que unos peluches tecnológicos con cámaras incrustadas pueden ser controlados por un usuario desde cualquier parte del mundo. Pero vayamos a nuestros cibercoleros.

Dada la necesidad extendida en la humanidad digitalizada y el hambre de pantalla que despierta el decurso ordinario de los días, podría ponerse en marcha un servicio de atención a la realidad mientras el contratante atiende a su dispositivo electrónico. Claro que haría falta un juego de chips que interconectaran al cliente y al empleado para que los intercambios fluyan, pero vista la pericia de Bill Gates para introducirlos en el organismo de todos los vacunados contra el coronavirus, no creo que ofrezca mucha resistencia el experimento.

De manera que tendríamos unos cibercoleros encargados de ir al teatro o al cine en lugar de su cliente, que bastante ocupación tendrá con leerse los doscientos cincuenta mensajes y repartir estopa en las redes sociales. O unos que atiendan a una conferencia mientras el usuario del servicio consulta en la Wikipedia de qué trata la charla y de camino haga clic en el ciberanzuelo que lo lleva a conocer cuántos kilos de carne consume al día un hipopótamo y, ya que estamos, consulte los resultados de la primera división, y la cara que se le quedó al hijo de un magnate del petróleo cuando le propuso matrimonio Belén Esteban. O unos cibercoleros que se empapan de la música de un concierto mientras el cliente añade canciones en Spotify o les cuenta a sus cientos de amigos y amigas lo supergenial que está siendo el evento del que ahora mismo no sabe ni cuánto tiempo lleva ni cuánto tiempo falta para acabar. E incluso algunos tendrían que vérselas con una comida de empresa, a la que el cliente no faltaría porque estaría feo, pero ahí se presentaría el cibercolero para atender la vida social de la que su contratante debe desligarse por los múltiples compromiso con su dispositivo.

Habría, sin duda, servicios con mayor sofisticación. Por ejemplo, se contrataría a un cibercolero para que asistiera a clases o hiciera una carrera, o para que fuera a una consulta médica, o para que se leyera un libro del que el cliente pudiera hablar con solvencia mientras transmite en streaming su vasta erudición libresca.

Y todas estas prestaciones remuneradas reducirían el tremendo sacrificio que la ciudadanía digitalizada debe hacer a diario reprimiendo sus ansias de encender su cacharro y convertirse en un teclado andante o en un dedo con albedrío sin fronteras.

Pero también el cibercolero tendrá sus necesidades, y requerirá saciar su hambre de mensajería y navegación fisgona, y entonces aparecerán las subcontrataciones. Y esto será un sinvivir de mercado laboral.