Las greguerías de Gonzalo Ortega
Estamos en la era de la brevedad, de la frase clic, de la lectura flash. El lema es: máxima condensación, óptimo resultado. Veneramos los memes, nos regodeamos con los zascas, levitamos con una ocurrencia espiritual encerrada en un mantra afortunado. El minimalismo fraseológico dispara, inunda y triunfa. El dedo va más rápido que la mente, sus pulsiones son imperativas porque necesitan la ambrosía del tacto. La píldora es el hábito. La morosidad huele a verdura de hospital.
Pero no es el apocalipsis. Qué cretinos seríamos si nos pusiéramos estupendos alabando el ladrillo textual o relegando toda lectura al buceo en las interioridades del laberinto humano. Por fortuna, hay espacio para todo, mientras no alimente la estupidez o confunda el ingenio con la chabacanería.
Y ahí radica la clave, o una de las claves, para no caer en las fauces del minimalismo devastador: abastecer de ingenio al género del texto breve para enaltecerlo y otorgarle su valor tanto en su chispa lúdica y creativa como en lo que tiene de aporte para el pensamiento.
Gonzalo Ortega acaba de publicar en Mercurio Editorial «La esgrima de los días. Aforismos y greguerías de la vida cotidiana». Que yo sepa, inaugura en Canarias el género del ilustre Ramón Gómez de la Serna. Probablemente haya una tradición aforística encerrada en la copla popular o en la fraseología vernácula, pero carece de importancia dilucidar el carácter pionero de este libro. Lo verdaderamente meritorio es su acierto literario.
Huyo de la loa fácil para acercarme al propósito del propio Gómez de la Serna cuando en un intento de definir el indefinible género de la greguería dice que «la greguería es silvestre, encontradiza, inencontrable. La greguería es la audacia y la timidez, es la manera sin amaneramiento, es la manera que no es más que la manera, y que por no ser, no es ni la cierta manera. La greguería es como esas flores de agua que vienen del Japón, y que siendo, como son, unos ardites, echadas en el agua se esponjan, se engrandecen y se convierten en flores.»
Y en eso ha estado Gonzalo Ortega, colocando cepos en cualquier momento del día, sobre cualquier presa de su entorno inmediato, o blandiendo un cazamariposas en el aire heterogéneo de las palabras, o montando sus propias incursiones de espeleología léxica para conseguir un botín ingenioso, chispeante, ocurrente. Un botín novedoso que aporta un caudal de meditaciones en pequeñas dosis, unas relativas al tiempo actual y otras que devienen en observaciones eternas formuladas a partir de su sabiduría sobre la condición humana.
«Cuando un avión está a punto de llegar a un aeropuerto, se debería tener reparo en afirmar que está al caer.»
«¡Ya San Borondón es la única isla sin puerto deportivo!»
«¿Alguien duda de que la voz calvicie deja más al descubierto las vergüenzas capilares que alopecia?»
«A la magua, eterna aspirante a convertirse en la saudade o en la morriña canaria, se le está agotando el tiempo para alcanzar esa meta.»
«¿Es del todo casual que los teléfonos móviles tengan un sospechoso parecido con los catecismos?»
«En plena tarea de inhumación, el sepulturero dijo por lo bajo: “¡Qué bonito es ver trabajar!”».
«Despertador: folletinesco censor de sueños.»
«Entre la dignidad y el orgullo apenas cabe una hoja de papel cebolla.»
Habrá quien note la electricidad del genio más en unas que en otras de las creaciones de Gonzalo Ortega, pero en todas hay una prolongación de su atención y su habilidad para condensar en una frase breve la entidad de un pensamiento sólido. Incluso, en su afán por el matiz y el detalle, y en su condición del excelente narrador que es, se permite alargar algunas y convertirlas en microrrelatos enjundiosos sin abandonar nunca su intención aforística o iluminadora.
La era de la brevedad cuenta desde ahora con un texto brillante que batalla contra la insustancialidad.