Devaneos veraniegos
Por circunstancias que no vienen al caso, quise concentrar en el mismo día la visita al dentista y la visita al urólogo, y creo que es la peor decisión que he tomado para la salud de mi sueño nocturno, porque el azote de las pesadillas me tiene al borde de la angustia. Ya no recuerdo si son tres o cuatro las noches en que me sacude la confusión de especialistas y sueño que entro en la consulta del urólogo y soy atendido por el dentista, y viceversa. Y ya pueden imaginarse los malabares de los galenos operando en los orificios equivocados. El trastorno alcanza dimensiones grotescas. Porque para mi estupefacción percibo que el dentista no repara en la confusión y ataca directamente la honorable abertura, lo que le resulta de todo punto rutinario viendo el ofrecimiento carnal que palpita entre mis piernas abiertas en una uve de manual. Y es entonces cuando la pesadilla entra en su fase propiamente operativa y siento (porque ver ya sería delirium tremens) que el odontólogo procede a empastar hemorroides, implantar coronas anales y blanquear los alrededores de la sacrosanta embocadura, con la banda sonora de fondo de una turbina de ruido desapacible a prueba de denteras. ¿Se dará cuenta rematando con flúor las delicadas paredes del orificio que no hay rastro de dentina por ninguna parte? Sin misterio no hay pesadilla.
Y como quiera que también los sueños se han ido adaptando a la fragmentación en series de una trama, como nuestra vida virtual, el segundo capítulo no tarda en llegar, y me hallo a media noche con la boca bien abierta frente al dedo explorador de mi urólogo, que tampoco se espanta una vez que ha untado bien de vaselina todos los recovecos de la cavidad. Y ahí que comienza el culebreo parsimonioso y atrevido del dedo del galeno en busca de la glándula áurea. En ese momento crítico, toda mi esperanza se centra en la posibilidad de que, confundido por las texturas, el urólogo se detenga en la campanilla, a la que ha de atribuir las mismas propiedades que la esfera bendita. De no ser así, de proseguir la exploración garganta adentro en busca de la verdadera, la imaginación no me alcanza para figurarme qué clase de espeleología se desataría en mis maltrechos conductos internos.
Alguna mañana tras esas noches convulsas, mi mujer se ha despertado junto a mí quejándose de que ha amanecido con la boca seca y pastosa. Créanme si les digo que no me han faltado ganas de decirle: «Bésame, cariño, que yo la tengo sobradamente lubricada».