Publicado el

El suicidio de Salvador P.

A los pocos días del suicidio de Salvador P., se descubrió una carta en la que el desdichado parecía declarar los motivos que lo habían llevado a tan drástica decisión.

Lo que reveló su triste texto es que había decidido quitarse la vida porque después de decenas de intentos para que Javier Marías lo sacara en uno de sus artículos, había llegado a la conclusión de que al insigne escritor no le interesaba para nada su figura estrambótica. Y como no veía otro modo de realizarse que ser inmortalizado en la galería de los honorables estúpidos del susodicho, y que seguir viviendo en la más deplorable mediocridad no valía la pena, lo mejor era desaparecer, con la esperanza de que llegara a oídos de Marías su historia y este reaccionara con un ditirambo, lógicamente post mortem, que consagrara la valentía de Salvador por tan heroica decisión.

Detallaba a continuación la serie de intentos por hacerse visible a los ojos del célebre articulista, haciendo constar que con tales acciones no perseguía otro objetivo que convertirse en diana de la saeta ilustrada de Marías, para lo cual había adquirido la costumbre de remitir por escrito las noticias de sus excentricidades al escritor. Contaba que se había hecho concejal de Podemos en el ayuntamiento de Madrid y que en la siguiente legislatura se había incorporado a la misma institución, pero con las siglas de Ciudadanos, albergando la esperanza de que este seísmo militante fuera razón suficiente para aparecer en una columna. Había abrigado la causa feminista en sus términos más bravos y selváticos, sin ocultar, más tarde, su participación en el negocio legal de los lupanares y clubes nocturnos de los alrededores de la capital. Había ejercido durante unos años la profesión docente contribuyendo a la vulgarización de la educación con proclamas pedagógicas e infantiloides, denostando la cultura tradicional y el prestigio de la añorada urbanidad. Después de haber ejercido en cargos municipales relacionados con la limpieza y los jardines, había prescindido de escrúpulos para sacar a su perrito y estimularlo para que defecara a campo abierto mientras él se jactaba en silencio de haberse olvidado de la bolsita.

Y extenuado porque toda esta serie de provocaciones no habían sacado del escritor ni una gota miserable de tinta, Salvador P. había concluido que para Marías la estupidez tenía también sus grados, y que él escribía sobre los estúpidos con pedigrí y sobre las sandeces de baja intensidad, algo que no estaba consagrado más que en su vasta y personal biblia de la necedad. Durante una temporada, continuaba Salvador P. en su triste carta, se dio a los sueños reparadores de su ansiedad y se figuró a Marías metido a ministro de Cultura, campeando por las tierras de España y poniendo orden en el devastado páramo de cultura y costumbres de los necios españoles. Pero le costó tanto a Salvador P. mantener la musculatura de esa figuración que desistió al poco y volvió a su obsesión compulsiva que nunca encontró satisfacción.

Alguien tendría que haberle dicho a Salvador que no hacía falta tanta impostura y tanta astracanada. Que las oposiciones a la estupidez de Javier Marías se ganan solo con abrir la boca o hacer alguna buena obra que excite sus manías.