Publicado el

José Miguel Pérez

Es muy probable que me traicione la amistad. Pero la circunstancia de la concesión del título de hijo predilecto de Gran Canaria me brinda una oportunidad para colocar la figura de José Miguel Pérez donde le corresponde.

Es conocida la respuesta de Diógenes de Sínope a la pregunta sobre su actividad indagatoria con la linterna: «Busco a un hombre, alguien fiel a la naturaleza humana». ¿Se puede ser fiel a esa naturaleza si uno se dedica a la política? Basta con que no ambicione más que contribuir con su talento a mejorar las condiciones de vida de sus semejantes; basta con que no pierda vista a su familia y sus amigos, con que asuma la limitación que impone la historia de la sociedad que le toca gestionar sin cruzar las fronteras de la deshonestidad y el cinismo.

A José Miguel le tocaron tiempos difíciles. Tuvo que responsabilizarse de la Consejería de Educación cuando la política conservadora recortó drásticamente los recursos destinados a los servicios públicos. Los que estábamos a su alrededor intentamos convencerlo para que se ubicara en otro ámbito del gobierno, pero él apeló a la necesidad de no empeorar el desangrado que iba a suponer el abuso de los recortes. Y se metió de cabeza en el desafío, y lideró un equipo sólido y bien sincronizado (esencia del trabajo político más que la prevalencia del vedetismo mediático), y practicó hasta la extenuación el diálogo, y aguantó las ventiscas de los adversarios, ay, y de su familia política. Y consiguió algo tan complicado como la paz educativa y el reparto equilibrado de los recursos disponibles, a pesar de los embates estrambóticos del tristemente célebre ministro Wert y su partido.

Luego, con su tarea cumplida, regresó a la docencia, su casa igual de seria que el Gobierno, donde la labor del respeto a la verdad de la Historia se vuelve estudio. Y prescindió de cualquier privilegio como docente, no por ejemplaridad sino convencido de que la entrega es la máxima del servidor público. Y regresó al compromiso con sus inveterados compañeros de viaje investigador: Galdós, Negrín…

Siempre sin hacer ruido. Contenido en las acrobacias verbales habituales en el teatrillo de la política. Sin hacer alarde de su condición de político preparado, quizás de entre los pocos con más talla en la historia de la política canaria.

José Miguel goza de un prestigio como oráculo que pocos conocen, porque huye de las viejas mañas de los sanedrines. Aporta sus conocimientos, su pericia y su visión prospectiva con una discreción admirable, sin buscar réditos, sin contraprestaciones.

Y además de todo esto, es un amigo generoso y sensible, pendiente de aquello con lo que pueda contribuir al bienestar de los suyos. Abuelo modélico, padre incondicional. Sufridor de la Unión Deportiva, amante desatado de la memoria local de nuestra infancia y nuestra juventud, apasionado de lo clásico en las artes, especialmente en la música y el cine. Grancanario de pies a cabeza, galdosiano con pedigrí fraguado en la calle Doña Perfecta del barrio de Schamann.

A él le gustaría poco que le dijera que tal vez algún haz de luz del filósofo Diógenes podría recaer sobre su figura.

Tuvimos un profesor común en los Salesianos. Un genio. Don Antonio Vega. Entre las muchas cosas que nos dijo hubo una que repitió como un mantra, y a la que nosotros poco caso hicimos, anegados como estábamos de tanta machangada adolescente. Los veré un día, dijo don Antonio, en el Boletín Oficial del Estado. Y se cumplió la profecía. A mí me tocó aparecer como funcionario dedicado a la docencia, que también tiene su aquello, y José Miguel figuró en varias ocasiones como refrendo de su valía y su talla de hombre para la Historia. No lo digo yo solo: ayer en el Auditorio Alfredo Kraus, cuando salió al escenario a recoger su reconocimiento, el largo aplauso de todo el público puesto en pie lo puso de manifiesto. Yo, al menos, aplaudí emocionado.

Publicado el

Página en blanco

Quiero escribir en esta página en blanco y me vienen a la cabeza lances sueltos de la realidad que tienen la voluntad de coger músculo, pero a los pocos renglones desfallecen abatidos por la ausencia de oxígeno. Colapsa la respiración una sombra como de eclipse que ahoga todo intento de esquivar el sentido único hacia donde se dirige el pensamiento. Quise escribir sobre mi barbero, que me habla con la misma pericia con la que va desplumándome para decirme que todo lo que pasa es el fruto de la guerra interior, que hay desde hace mucho tiempo una hostilidad entre los seres humanos que ahora ha estallado de la mano del sátrapa, pero que él es un títere de la gran tensión entre los habitantes del planeta. Viva el pensamiento libre. Quise escribir sobre mi analítica, el mapa de los fluidos que regulan el tráfico de nuestro organismo, las balizas de las enfermedades latentes, las cañerías subterráneas del cuerpo por donde repta en silencio el plazo que nos queda. Pero noté el sonrojo de la frivolidad quemándome en las yemas sobre el teclado. Quise escribir sobre la mujer (por su día), y la obligación del hombre de respetar el derecho de ella a volverse a enamorar, y a cansarse de su presencia, así como de la conveniencia de certificar esa prerrogativa antes de formular su deseo de envejecer juntos. Pero no pude continuar porque me empujaba otra sombra siniestra. Quise escribir sobre la soledad de los jóvenes y del Plan de Soledad No Deseada del ayuntamiento de Madrid, y otorgarle la importancia que tiene para todos el que la fortaleza emocional de los jóvenes no decaiga, por ellos y por lo que los necesitamos. Y volvió a quedarse la página en blanco espantada por una herida que alcanza a toda la humanidad. Quise escribir sobre Irmgard Fuchner, una colaboradora nazi de 96 años, que se dio a la fuga antes del juicio y fue detenida en una localidad alemana. Quise hacer disección de su conciencia, cómo habrían sedimentado en ella el odio y la inhumanidad durante su papel de victimaria en los campos de exterminio, cómo habría ido metabolizando la piedad después de tantos años, y por qué huía y rechazaba la justicia a su edad. Y aun siendo atroz el episodio y fecunda la posibilidad de elucubrar sobre él, la página se fue desnudando de los renglones escritos para quedarse en cueros y saltarme a los ojos el blanco hiriente de la desolación.

Porque de todo quise escribir y todo se me desplomaba. Porque apretaba otro dolor inmensurable sobre el pulso inestable de la escritura. Porque es un dolor como la forma más acabada del caos. Un dolor que se asfixia a sí mismo. En Ucrania supura la herida del mal, la anomalía del corazón analfabeto en historia, cruel con los semejantes. Ucrania es la muñeca de trapo que zarandea el tirano tocando una música conocida en otros lugares del planeta. Ucrania es el dolor, la inmensa sombra que planea sobre todas las cabezas del mundo. Y todavía la página sigue en blanco, porque la impotencia y la indignación hacen inútil todo intento de decir algo.