Chirbes y Fernán Gómez
No descubro nada si digo que puedo convertir la lectura en un ritual ajustado a los caprichos sucesivos del pensamiento y del apetito surgido en un momento dado. La lectura está a disposición y queda bajo nuestra potestad la posibilidad de consumir una novela tras otra, o un ensayo a la medida de nuestros intereses, o un poemario que satisfaga la deuda con el espiritual que todos llevamos dentro. Pero en esta ocasión elegí una modalidad distinta, seguro que nada original, a raíz de dos regalos sobrevenidos por sorpresa: El tiempo amarillo, de Fernán Gómez, y los Diarios, de Rafael Chirbes.
El primero ya lo había leído en formato electrónico, pero ahora tenía la oportunidad de hacerlo en una edición muy buena de Capitán Swing. El segundo venía respaldado por una excelente valoración de crítica y público. Y me dispuse a leerlos simultáneamente. Dos creadores por los que siento admiración, dos personalidades que presumía distantes entre sí.
Fernán Gómez cuenta, como en su momento hiciera Arturo Barea en La forja de un rebelde, arrastrando con su biografía la crónica de una época tan importante como la de la Segunda República, la Guerra Civil y el franquismo. Habla el muchacho que va abriéndose hueco en la farándula con breves lucimientos y dilatados fracasos que son contados con la imperecedera socarronería del artista. Con su memoria se encienden las luces del teatro y el cine de un periodo precario, y asoma sin ostentación algún que otro aspecto de su periplo sentimental: el cariño de su abuela, el vaivén de las atenciones de su madre, sus primeros escarceos con las mujeres. Y aquí vienen los primeros frutos de este paralelismo de los dos diarios que me propuse leer simultáneamente. Porque Chirbes, a diferencia del comedimiento de caballero cumplido de Fernán Gómez, se abre las carnes y nos muestra hasta el último de los hedores que le deparó su vida en los momentos más convulsos. En los Diarios hay una disección maravillosa del dolor que como lector se agradece en tanto que traslada al acto de leer toda la munición emocional que uno espera de una biografía, más allá de la anécdota y la originalidad. Además del desgarro hay erudición, portentosa para un analfabeto como yo, que sin duda está en la sustancia con la que compuso sus novelas, y hay mucho de crítica literaria que pellizca sobre convenciones que parecen inalterables.
En Fernán Gómez aflora su educación sentimental, pero sobre todo su progresión artística, la infinidad de tanteos que terminan consolidándolo como un artista polifacético, sin antecedentes en España y quizás también fuera de nuestras fronteras. Pero Fernán Gómez habla como cronista, con un pudor que él mismo se impone porque no considera oportuno confesar en un libro lo que no le ha contado nunca a los amigos. En Chirbes, sin embargo, saltan a la vista los vasos capilares de su vida sexual y las costuras de sus desazones más punzantes.
En este ritual que me impuse he vivido la vida de dos individuos admirables con un recorrido diferente. El uno me ha llevado a través de la piel de la historia, hendiendo de vez en cuando para conocer qué sangre sustenta los hechos que protagoniza, pero sin herir, sin salpicar, con todo el surtido de luces que apetece encender para saber qué pasó para que este hombre llegara a ser un grande. El otro emplea el escalpelo y revela la condición humana en su estado más primitivo, pero desde ese inequívoco drama surge una obra literaria de la que podemos saber cuál es el itinerario que ha terminado consagrándolo.