Entrevista a la vaca Chonda
El director del periódico me encomendó que fuera directamente a las fuentes y tratara de extraer la información más fidedigna de todo lo que estaba ocurriendo en torno a las vacas. Y yo, que siempre he practicado un periodismo basado en la deontología profesional, no dudé en presentarme en una granja y entrevistar a una vaca. La primera que encontré se hallaba ramoneando en una zona medianamente surtida de pasto. Me costó interrumpirla pues la veía en una actitud mística, empapándose de los mejores aportes sensoriales que le brindaba el paraje donde pacía. Pero, ya saben, el periodista o es atrevido o termina de siervo de la Wikipedia. Y cogí el toro por los cuernos, digo, la vaca, que se me presentó tras enseñarle mis credenciales: Soy Chonda, para servirle a usted y a El Cordobés. Le pregunté entonces qué opinaba de todo este asunto de las macrogranjas y la polvareda que se ha levantado.
Mira, chico, me dijo sin dejar de ramonear, ¿de qué vamos a quejarnos nosotras aquí si somos más felices que un negacionista con un bulo? Del establo al comedor y del comedor al establo, sin pasar por excusado alguno, que ya estamos autorizadas por naturaleza a depositar espléndidas bostas donde le cuadre al esfínter y a soltar sonadas flatulencias con más peligro que el plutonio. Y no digamos nada de nuestros menesteres sexuales de temporada. Que aquí viene el toro y la cubre a una a campo abierto, con todo el verde de la pradera delante de los ojos y la pasión roja de lo que no es rabo por detrás. Y así nos va, criando un solomillo en las entretelas que le quita el hipo hasta a los vegetarianos. Ahora, según me cuentan, ese muchacho que tiene nombre de camarero francés ha venido a decir que esto si es vida para una vaca y que lo mejor que se puede hacer es bajar la ratio, como hacen en los colegios, que así tenemos atención personalizada. Pues mira qué bien, y cuánto le va a gustar oírlo a mi cuñada Garruta.
Porque ella sí que lo pasa mal, chico, encajonada en un establo con artrosis desde que era becerra, haciéndose sus necesidades encima o pidiéndole un chato al dueño de la granja, comiendo pienso más desabrido que la leche desnatada sin lactosa, abanándose con el rabo porque ni aire puro le llega a la pobre. Y no quiero ni contarle lo que tiene que padecer para que el toro le dé un repasito cuando le corresponde. Que tienen que subirlo en un carromato y ajeitarle la vaina con un fonil para que se alivie con las muchachas como si fueran botellas de relleno.
Ella me dice que está hasta el entrecot de esa masificación y que ya ni se acuerda de cómo se ramonea la hierba fresca, y que no le extraña que su rabadilla tenga más de suela recauchutada que de fibra tiernita.
Le pregunto luego a la vaca Chonda si ha venido algún político a visitarla y a interesarse por ella. Y me cuenta que estuvo por allí uno con pinta de actor de culebrón americano, que metía los pies en las boñigas cada vez que decía una palabra. ¿Pues no insinuó el totufo este que daba lo mismo que estuviésemos apretadas, con las ubres en el cogote, igualito que mi cuñada la vaca Garruta, que como estamos nosotras en este jacuzzi de hierba paciendo cuando nos viene en gana? Me puso de los nervios el ganadero de pacotilla y no hacía sino pensar en que si seguía hablando los filetes se me iban a llenar de venillas y no servirían ni para empanar.
Le voy a confesar una cosa, chico, pero esto no lo vaya a publicar. Creo que se marchó cuando todas las de la granja soltamos un cañonazo de metano y al hombre le empezaron a oler a mierda sus palabras.