Onírica flujometría
Todo fue que el urólogo me prescribió una prueba de flujometría, para lo cual debía presentarme en consulta con dos litros de agua bebidos a pecho en una hora y con unas ganas de orinar de contorsionista en apuros. Pero he aquí que a mí el cuerpo no me pide agua y soy menos sapo que camello, y cuando llegué a la cita, la prueba resultó inválida porque no había cumplido con los requisitos para la misma y el chorrillo salió con menos brío que el de un vegano ante un entrecot y tirando más a frasco que a garrafón. Lo cual supuso un correctivo del médico que no dudó en reprocharme mi poco espíritu aguanoso por las consecuencias para la actividad renal y etc., etc.
De manera que ahí me ven, obsesionado con el agua potable y la afrenta que supondría incurrir en nuevo oprobio ante quien se ocupa de mis partes miccionales. Estuve los días previos intentando domesticar la matraquilla, con entrenamientos intensivos y ejercicios de hipnosis que me convirtieran el líquido elemento en un Vega Sicilia consumido a espuertas. Pero toda distracción resultó estéril y me llevé cada noche las humedades a la cama, donde la obsesión se volvió diablo suelto hurgando en mi cordura hasta confundirme en ese tiempo incierto de los sueños y transformarme en esclavo de la remojada obstinación.
Tanto que perdido en las brumas de la realidad tozuda pareció llegar el día en que debí presentarme a la cita señalada. Solo escuché un Ya sabe, ahí, en el baño, y dentro del embudo, sin más aplicación de la cortesía que todo médico debe a un paciente. Creo que ese feo contribuyó también a la apoteosis, porque fue iniciar la micción y sentirme insuflado de un poder omnímodo sobre mis aguas internas. De la cánula bendita no hacía más que salir un chorro inacabable y vigoroso que caía sonoramente en el depósito de marras. No tuve conciencia del tiempo, solo sé que aquel flujo caudaloso no paraba y que al poco escuché que una enfermera entraba corriendo al despacho del urólogo y comunicaba la noticia: ¿Se ha enterado? Se está inundando la calle y se desconoce la procedencia del agua. No es la lluvia ni la marea, y está el cuerpo de fontaneros municipales desesperado buscando la fuente. Los bomberos no dan avío y el revuelo es monumental. Y todo así, de repente. El médico pareció asomarse a la ventana para descartar el despropósito de la muchacha y manifestó su desconcierto al contemplar cómo subía el nivel del agua. Pero ¿esto qué es? ¡Inaudito! ¿Han dado alguna instrucción en el hospital? La enfermera le comunicó que tenían órdenes de atender a la megafonía del edificio, donde, por cierto, empezaban a transmitirse los pormenores de la noticia. Atención a todo el personal: a la llegada de las patrulleras de salvamento habrá que subirse con lo puesto. La calle de Triana era ya una enorme laguna que alcanzaba el primer piso de los edificios, en la que un tráfago de socorristas y gentes apuradas con su improvisada maña natatoria había sustituido al habitual paseo de viandantes. ¿Sabe, doctor, que se han venido los surferos de Las Canteras a probar fortuna en el oleaje que se ha levantado en la cuesta de San Pedro?
Y a todas estas, yo a lo mío, sin interés por la bacanal de agua que se gestaba afuera, concentrado en mi doméstico torrente que fluía con una autoridad incontestable. Con la placidez que me sobrevenía, solo pensando en que el urólogo esta vez se iba a deshacer en felicitaciones, exprimía con fuerza la vejiga sacando de ella el maná que tan cicatero se había mostrado en anterior ocasión. Cuando pasadas unas horas mermaba el caño, quise distinguir un salpique de gotas que me llegaban al cuello y la cabeza, y un silencio sobrenatural a mis espaldas. Encapsulada debidamente la protuberancia, me di la vuelta y escuché la voz somnolienta de mi mujer: Tira de la cisterna, cachanchán, y déjate de estar trasteando en el baño.