La Palma
En ocasiones los acontecimientos no se dejan aprisionar dentro de un nombre o un calificativo. Su magnitud, su manera de irrumpir o la zozobra que producen frustran todo intento de corsé verbal. El impacto rebasa los mecanismos mentales que ponemos en marcha cuando sucede una catástrofe y solo nos queda una sustancia contundente que va alimentando nuestra desolada perplejidad. Porque eso es lo único seguro, la perplejidad. Yo estoy perplejo.
Quienes estudiamos Geografía representamos decenas de veces lo que hace miles de años constituyó la orgía de lava y fuego que dio lugar al edificio geológico de las islas. Pero era una representación tejida con los hilos de la imaginación, induciendo la fogosidad del corazón de la Tierra por las coladas basálticas solidificadas en escarpes y mesetas envejecidas por el tiempo. Contemplando ahora los estragos que está haciendo el volcán en La Palma, la imaginación cobra una vitalidad desconocida. El magma revienta como una digestión mal hecha y llena de fuego una parte de la que es y será siempre nuestra isla bonita.
Hemos asistido a cientos de catástrofes, tremendas, dantescas, desoladoras. Esta tiene la singularidad de la morosidad de la consumación. Así como el terremoto o el tsunami semejan un golpe breve y seco, o la riada y el incendio destrozan también con inmediatez y con ostensible fanfarria convulsiva, esta erupción actúa con la lentitud de la mancha de aceite, reptando sobre el sustento y el hábitat de cientos de palmeros y palmeras que observan cómo la lengua de lava va sepultando sus horizontes humanos con siniestra parsimonia.
Es difícil sustraerse a lo que tiene de espectáculo este vómito maldito de las entrañas del planeta. Con una sociedad que televisa el instante cuesta no hurgar en la atracción natural bombardeada con miles imágenes que intentan rivalizar en tremendismo y sobrecogimiento.
Pero bajo el cielo que acoge toda esta cohetería de piroclastos y cenizas, y bajo la serpiente negra que se desliza cruelmente sobre las casas de nuestros compatriotas hay otro latido que resulta menos atractivo para las garras de la curiosidad: el dolor, la desolación, la incredulidad.
Decía al principio que me resultaba difícil encerrar en un solo vocablo la dimensión de la tragedia. Tampoco es fácil verbalizar el sentimiento que me embarga. Solo hago votos por no olvidarme de los seres humanos que lo han perdido todo. Confío en quienes tengan más cabeza y más responsabilidades que yo para organizar el despliegue de solidaridad que se necesita en estos momentos, porque no sé cómo tomar iniciativa. Sí sé que no podemos dejar solos a los damnificados.