Remendar la esperanza
Está extendida la práctica de la consulta terapéutica para ahuyentar las fobias, para fomentar el autocontrol emocional o para superar adversidades ocasionales. La mente es tela falible y sufre descosidos por donde el hilo de la vida cuerda pierde itinerario y busca inútilmente saltar de una orilla a otra del desgarro. Y ahí viene la costurera o el sastre a remendar con sus mañas de urdimbre hechicera el roto hendido en la piel del alma. (No puedo olvidar que soy hijo de una modista que pasó su vida zurciendo en silencio el paño que me cubre y me mantiene en el lado de las personas afortunadas).
Son conocidos hoy muchos de estos desarreglos y sus posibilidades de reparación. Algunos de ellos están asistiendo lamentablemente, por el volumen de afectados, a un proceso de institucionalización que no habla bien de la línea de progreso que debería seguir esta sociedad hipercomunicada. Pero he aquí que en medio del clamor masivo para conseguir curar la soledad, que se extiende como una mancha de aceite en tantos hogares, anónimos por imperativo social, me encuentro con una amiga conocida y oriunda de un país eslavo, que asiste a terapia para corregir un desarreglo singular. Le pide a su terapeuta que le devuelva su natural sociable, perdido en el vicio de la independencia y la elevada dosis de misantropía que circula por sus venas. Es decir, quiere que la ayude a recuperar el gusto por vivir en convivencia porque ha desaparecido su apetito de rodearse de humanidad. No es que sienta impotencia para trabar relaciones, es que se ha desactivado su necesidad genética de tener gente a su alrededor.
Desconozco si este caso está extendido, pero que exista me hace pensar en que la tela de la que estamos constituidos se rasga por cualquier trama, que empieza por una hebra que se echó fuera de la textura, dentro de la propia tejedora que forma nuestro organismo, o por un desgarro externo como un cruce de navajas que nos rajaron de arriba abajo y nos dejaron hechos un guiñapo. Y nuestra tendencia -y nuestra voluntad- a rozarnos para ganar en cuotas de humanidad se ve estremecida. Pero por grave que sea el asunto, y los jirones que nos queden, tenemos un auxilio que se sienta frente a nosotros y saca su aguja y el hilo de su paciencia y comienza a acompañarnos en el zurcido de nuestro afectado equilibrio. Como en el caso insólito de mi amiga. Incluso en otro frente más público, hay países que se han hecho eco de la magnitud del problema y lo han convertido en causa política. Reino Unido y Japón han decidido crear un ministerio de la soledad.
Mientras desgrano con morosidad de monje los entresijos de este asunto tan occidental, me entran como ametralladas las noticias sobre Afganistán. Y me cuesta imaginar los hilos que les quedan a las mujeres y los hombres afganos para rehacer el paño de su esperanza. Y me revuelve desconocer a ciencia cierta si hay sastres y costureras suficientes que se sienten frente a ellos, así como si algún día los navajeros que han desgarrado su futuro tendrán su justa penitencia.