Toda destrucción conmociona. Un edificio que cae sacudido por la acción de una voladura o por una dramática eventualidad supone un estremecimiento o al menos una breve punzada de curiosidad. En cualquier caso no suele dejar impasible a nadie.
Paso estos días con frecuencia ante la obra de demolición de una edificación a medio construir que se halla en el corazón de la villa de Santa Brígida (el mamotreto) y que ha contaminado durante casi veinte años la vista del paisaje urbano municipal. Además de asistir a la ceremonia de la destrucción, reparo en la actividad de la máquina encargada de convertir bloques y armazones de hierro en montañas de escombros. Un enorme dinosaurio de boca mecánica va mordiendo techos y paredes como hambriento de mazacote, retorciendo los techos como una bestia que desgarra la carne de su víctima recién cazada. El festín de esta devastación de paredes y vigas congrega a algunos paisanos durante el día, atraídos por el poder del monstruo que devora una construcción que parecía destinada a perpetuarse en el casco del pueblo.
Uno de ellos, un señor tocado con sombrero de fieltro marrón, se sienta en el murete del parque lateral al mamotreto. Yo lo veo al subir mientras hago mi higiénica ruta para conservar la salud. Y lo veo al bajar. Regreso al pueblo, esta vez en coche, al cabo de una hora y vuelvo a verlo en la misma posición contemplativa.
Y en mi cabeza comienza un viaje desde la actividad de la tijera de acero mordiendo muros hasta el pensamiento de este hombre que ha entregado su tiempo al espectáculo. ¿Qué podrá circular por una retina pausada que hace de la contemplación de una demolición un oficio entretenido? Pensará en el ingenio humano para fabricar esos dinosaurios mecánicos, en la inutilidad de las horas de trabajo empleadas para asentar el edificio, en el regocijo que proporciona la victoria de la pinza metálica cada vez que demuele un trozo, en la metáfora de la muerte que seremos convertidos en escombros inútiles, en la desaparición de una ruina que no hacía más que dañar la vista sobre el pueblo, en la pérdida de recursos mal empleados en un proyecto calamitoso, en el placer que da asistir a la destrucción de lo que no es mío, en el mito de Sísifo condenado a subir una piedra pesada hasta lo alto de una montaña para dejarla caer y repetir eternamente la absurda tarea.
O a lo mejor ese paisano, agazapado bajo su cachorro de fieltro, solo quema las horas de su soledad deleitándose con una obra que tiene mucho de bacanal de la destrucción. Pero estoy seguro de que en algún momento, en alguna rendija que le abre su racionalidad absorbida por el espectáculo, incluso sobrepasado por la poca importancia que ya tienen las cosas de este mundo, le atacará un pensamiento amargo: ¡Tamaño desperdicio!
Preciosa reflexión, caro amigo. Siempre me he sentido extrañamente atraído por los ancianos-últimamente también detecté mujeres de edad-«que sienten pasión por contemplar obras, derribos (no necesariamente Arias), etc. En tan poco espacio, clavas un «momento decisivo», que diría Cartier-Bresson para la fotografía.
Un abrazo desde la calorina madrileña.