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El gato y Pablo Casado

Tengo un amigo, Adalberto se llama, que me abordó hace unos días para contarme que le estaba sucediendo algo poco menos que extraordinario. Su gato estaba delatando las ocasiones en que tenía alguna aventura. Cuando llegaba a casa, después de la cana al aire, el gato se le quedaba mirando fijamente y emitía un ronroneo prolongado, y luego iba a acurrucarse junto a su pareja. Adalberto llamaba al gato, pero el animal permanecía impasible a los pies de la mujer. En alguna ocasión incluso se había encrespado levantando una pata en actitud beligerante. Sin embargo, los días normales el gato se le enroscaba en sus pies maullando con ñoñería. Yo escuchaba estupefacto la actividad zahorí del animal, figurándome la escena, con la mujer activando su artillería para la sospecha en todos los frentes. Adalberto intentó disuadir al gato comprándose un frasco del perfume habitual de su mujer, con el que se rociaba antes de entrar en casa. Pero el gato debió de tener un olfato preclaro por cuanto supo memorizar el momento en que la pareja de Adalberto se había cambiado del perfume.

Cuando parecía crecer sin límites aquel relato de mi amigo que me tenía embelesado, un golpe de conciencia me sacudió de repente. Oye, Adalberto, pero si tú no tienes gato. Y no se pensó ni un segundo la respuesta: ¿Importa mucho eso?

Me dejó desconcertado. Era impropio de él, salvo que su progresiva adhesión a posiciones conservadoras estuvieran transformando sus convicciones racionales de siempre. Entonces se me ocurrió contestarle con la siguiente anécdota.

Tu caso me viene a recordar algo que sucedió hace poco en una alocución de Pablo Casado ante la prensa. Comenzó el líder popular en lo más alto: Las palabras de Pedro Sánchez en su intervención de hoy confirman que este país está a la deriva. Decir que estamos a la cabeza de la recuperación económica y que en pocos meses estaremos ante una explosión de la creación de empleo no es más que una cortina de humo para ocultar los verdaderos desastres que asolan España.

Por detrás del dirigente, su secretario general, Teodoro García Egea, le susurraba advirtiéndole de algo. Pero Casado seguía a lo suyo. Pedro Sánchez ha tenido la desfachatez y la desvergüenza de proponer a los españoles un último esfuerzo para frenar la crisis en tanto llegan los fondos europeos. De nuevo, García Egea se apuraba para señalarle a su jefe alguna puntualización. Fue entonces cuando un micrófono abierto les jugó una mala pasada a ambos dirigentes. Casado interrumpió su alocución y pidió explicaciones a su secretario, quien le comunicó que la intervención de Pedro Sánchez aún no se había producido. El presidente del Partido Popular no dudó con su respuesta: ¿Importa mucho eso?

No tengo ningún amigo que se llame Adalberto y no me consta que un micrófono abierto traicionara a Casado pero… ¿importa mucho eso?

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Mamotreto y meditación

Toda destrucción conmociona. Un edificio que cae sacudido por la acción de una voladura o por una dramática eventualidad supone un estremecimiento o al menos una breve punzada de curiosidad. En cualquier caso no suele dejar impasible a nadie.

Paso estos días con frecuencia ante la obra de demolición de una edificación a medio construir que se halla en el corazón de la villa de Santa Brígida (el mamotreto) y que ha contaminado durante casi veinte años la vista del paisaje urbano municipal. Además de asistir a la ceremonia de la destrucción, reparo en la actividad de la máquina encargada de convertir bloques y armazones de hierro en montañas de escombros. Un enorme dinosaurio de boca mecánica va mordiendo techos y paredes como hambriento de mazacote, retorciendo los techos como una bestia que desgarra la carne de su víctima recién cazada. El festín de esta devastación de paredes y vigas congrega a algunos paisanos durante el día, atraídos por el poder del monstruo que devora una construcción que parecía destinada a perpetuarse en el casco del pueblo.

Uno de ellos, un señor tocado con sombrero de fieltro marrón, se sienta en el murete del parque lateral al mamotreto. Yo lo veo al subir mientras hago mi higiénica ruta para conservar la salud. Y lo veo al bajar. Regreso al pueblo, esta vez en coche, al cabo de una hora y vuelvo a verlo en la misma posición contemplativa.

Y en mi cabeza comienza un viaje desde la actividad de la tijera de acero mordiendo muros hasta el pensamiento de este hombre que ha entregado su tiempo al espectáculo. ¿Qué podrá circular por una retina pausada que hace de la contemplación de una demolición un oficio entretenido? Pensará en el ingenio humano para fabricar esos dinosaurios mecánicos, en la inutilidad de las horas de trabajo empleadas para asentar el edificio, en el regocijo que proporciona la victoria de la pinza metálica cada vez que demuele un trozo, en la metáfora de la muerte que seremos convertidos en escombros inútiles, en la desaparición de una ruina que no hacía más que dañar la vista sobre el pueblo, en la pérdida de recursos mal empleados en un proyecto calamitoso, en el placer que da asistir a la destrucción de lo que no es mío, en el mito de Sísifo condenado a subir una piedra pesada hasta lo alto de una montaña para dejarla caer y repetir eternamente la absurda tarea.

O a lo mejor ese paisano, agazapado bajo su cachorro de fieltro, solo quema las horas de su soledad deleitándose con una obra que tiene mucho de bacanal de la destrucción. Pero estoy seguro de que en algún momento, en alguna rendija que le abre su racionalidad absorbida por el espectáculo, incluso sobrepasado por la poca importancia que ya tienen las cosas de este mundo, le atacará un pensamiento amargo: ¡Tamaño desperdicio!