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Savater

Llevo unos días intentando comprender qué ha llevado a Fernando Savater a erigirse en protagonista de la manifestación contra los indultos para los independentistas catalanes. Reconozco que tuve un pronto más reactivo que analítico, pero precisamente porque entiendo la complejidad de los asuntos políticos e ideológicos, pisé el freno y me puse a indagar… y a pensar.

Le debo a «Ética para Amador» una provisión de pensamiento útil y necesario en los años en que escaseaba la didáctica de lo ético. Para muchos de nosotros constituyó un canto al librepensamiento, como se proponía el propio autor en su declaración de intenciones. Y he seguido la trayectoria del autor con fidelidad porque aparte de la vasta ilustración que demostraba ponía luz sobre muchos temas esenciales o coyunturales de la condición humana. Admiré la tenacidad con la que se enfrentó a la lacra del terrorismo. Y me conmovió profundamente su libro personal «La peor parte. Memorias de amor.», donde se permite abrir en canal el envés agrio de la vida.

Pero si tengo que resaltar algo de su enorme aportación, destaco su contribución impagable a la construcción del pensamiento crítico. He sido educador y he asistido al páramo ideológico que se extendía en las aulas hasta que celebraba con la ayuda de la reflexión la aparición de los brotes verdes en la cabeza de los adolescentes librepensadores. Y en esa batalla sin cuartel abanderaba todo combate contra la manipulación, el engaño, la alienación y la anorexia de las ideas.

Y ahora me encuentro a mi admirado filósofo metido de lleno en la ciénaga del populismo. Sí, ya sé que tiene todo el derecho a concebir la injusticia de los indultos (aunque me gustaría que su mente florida alumbrara salidas distintas a la política de la inercia y el enquistamiento); que es loable su iniciativa de constituir una plataforma ciudadana (el deber cívico por encima del compromiso político) para manifestar el desacuerdo ante una decisión tan difícil; que lo ampara toda la legitimidad como librepensador para elogiar en su momento las bondades de los indignados del 15M discutiendo asuntos complejos en asambleas espontáneas y reprocharles ahora su conversión al caudillismo y la burocratización del debate público; que sé que me contestaría con su habitual y hábil desparpajo que mezclo churras con merinas, y que la imbecilidad ronda mi cabeza al ignorar que en el tema de los indultos planea la sombra del chantaje parlamentario y, por ende, del velado interés de las élites catalanas para distraer de sus miserias. Todo eso lo sé, pero, como haría él con toda libertad, me importa poco lo que opine si no contribuye a darle musculatura a una forma de pensar libre de engaños.

Dicho esto, imaginármelo portando la pancarta junto a la farándula populista que se dará codazos solo para socavar al Gobierno y vender el humo de la unidad de España, me produce tristeza y rabia. Pero no dejaré de admirar la obra de un humanista que debería estar por encima del fango. En otra ocasión escribiré sobre Felipe González.

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Que vuelvan las Misiones Pedagógicas

Hace casi un mes se conmemoró el 90 aniversario de la proclamación de la Segunda República. Fieles a un acontecimiento que sembró ilusión democrática entre los españoles, somos muchos los que ponemos una marca especial en ese día con la voluntad de regenerar nuestra profesión de fe en las libertades de la ciudadanía. La efemérides no hace más que recordar que la historia le dio la razón al pueblo cuando reivindicaba sus derechos a la participación, a la igualdad y a la palabra. Al regresar a la senda democrática tras la desaparición del dictador, la historia volvió a darnos la razón porque restableció la pluralidad y las libertades, componentes naturales de la sociedad.

De entre los episodios más admirables durante la Segunda República, destaco, sin duda, la promoción de las Misiones Pedagógicas. Grupos de docentes, intelectuales y artistas se comprometieron con el Estado y se alinearon en una campaña de expansión educativa y cultural sin precedentes en nuestro país. Asumieron el reto de llevar la cultura y el arte a los rincones más remotos con la intención de dar forma a esa otra ilusión de los demócratas que era (y es) el progreso cultural del pueblo. Miguel Hernández cuenta con la plasticidad de su condición de poeta la grata experiencia de su aventura: «En el último pueblo hicimos la segunda misión en pleno campo, proyectando el cine contra el muro de la iglesia. Era cosa de ver a los labradores sentados sobre arados y carretas volcadas, la cigüeña de la torre asustada, los candiles con que alumbrarnos en la vara levantada de un carro, las estrellas temblando de frío por mí, y yo envuelto en mi capa parda de un labrador».

El arte y la cultura despertaban las luces dormidas de tanta conciencia sometida por siglos de caciquismo, de ignorancia y de manipulación.

Hoy esos rincones no existen, al menos en las cantidades de aquellos tiempos. Pero sí existen otros donde han ido anidando el desencanto, la creencia en los vendedores de humo y la fe ciega en el pensamiento anoréxico. Son los rincones de la ingenuidad y el espejismo, de las conciencias zarandeadas por las consignas incendiarias que empujan más que guían.

Y para esos rincones se necesita que vuelvan las Misiones Pedagógicas. No sé cómo, no sé con qué voluntarios, no sé con qué plan, pero sí sé con qué objetivo: poner freno al descarado avance de los populismos.

Decía el escritor Rafael Dieste, voluntario en tan noble cometido: «Después de haber sido misionero difícilmente se podría ser marrullero en política, ficticio o pedante en arte, descuidado en asuntos de ética profesional…».

Sí, que vuelvan las Misiones, o al menos que el espíritu que las alentaba ahogue el resuello de los falsos profetas.