250 años de una genialidad
Hacia finales de los 60 o principio de los 70 Televisión Española emitía un programa de música clásica los domingos por la mañana, Concierto creo que se llamaba. Nada más plúmbeo para un muchacho como yo que aspiraba a la modernidad a base de sacudidas corporales y aullidos espasmódicos. Lo ponían tras la retransmisión de la misa dominical, con lo que la mañana de ocio se me llenaba de un esplendor emotivo tal que me empujaba directamente al estadio próximo a mi casa a empacharme de condumio futbolero.
Corría el año 69 cuando oí por primera vez el Himno a la alegría, en la voz de Miguel Ríos. Sus cualidades melódicas, ese comienzo lírico y esa progresiva invitación a la épica tan afines a nuestro canon adolescente, se asentaron entre las preferencias de mi generación.
Aparece en el año 71 La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, y en la pantalla se funden las imágenes violentas de aquel depravado Alex DeLarge con diferentes movimientos de una pieza musical cuya autoría me resultaba desconocida. Forman un todo poderoso que me llega a las tripas y se me quedan en un rincón agitado de mis recuerdos estéticos.
Y al cabo de poco tiempo me deja en estado de imbecilidad transitoria, como los enamorados según Ortega y Gasset, una música escuchada al azar probablemente en un transistor y en horas de embeleso romántico. Me obsesioné con aquella pieza pero mis conocimientos no me daban para identificarla. Cuando volví a escucharla de nuevo en otra ocasión azarosa, el efecto me atacó de nuevo a la sensibilidad y me propuse indagar con la única pista del término séptima cazado al vuelo. Al fin, rendido a la melomanía de un amigo, llegué hasta ella y descubrí al compositor que la había puesto a mi servicio. El mismo que estaba detrás de la canción de Miguel Ríos, el mismo que había convertido la pasión de Alex DeLarge en una tortura mental, el mismo que años después nos deleitaría con su Septeto para cuerdas y viento en la serie Érase una vez… el hombre, el mismo que contribuyó a describir los rincones mohínos de la intimidad cuando sonaba su Claro de luna.
Se cumplen 250 años del nacimiento del genio. No soy melómano y por eso hablo como aprendiz de la música sublime a la que tuve acceso a base de destellos adaptados. Cuento mi experiencia vulgar porque estoy convencido de que la solemnidad no es la única vía de conocimiento. Y llegada la ocasión de tributar a este portento he preferido asociar su obra con la peripecia vital de la que he sido protagonista. El Segundo movimiento de la Séptima Sinfonía se quedó para siempre instalado en la memoria de los instantes gloriosos. Puede que no sea de las piezas impecables del músico alemán, pero el crescendo que experimento cada vez que la oigo es lo más parecido al acercamiento al oscuro y secreto jardín de la belleza. Hay en la melodía una invitación a adentrarse por un sendero incierto hasta un territorio en que se alcanza una figurada plenitud, un abismo feliz que solo es accesible con los ojos cerrados y la mente aliviada de las heridas de la cotidianidad.
Me alegra haber descubierto que entró en mi vida sin decirme su nombre, como entran los verdaderos genios, que se adhieren a la piel como si constituyeran una verdad histórica incontestable.
Puedo incurrir en frivolidad, pero hay una manera de mantener la creencia en un instante de triunfo por encima de estos tiempos tan aciagos por los que pasamos y que consiste en el ensueño de incorporarse con todo el ardor que permitan las fuerzas al coro de la Oda a la alegría y gritar o mover los brazos reivindicando el derecho a la esperanza.
Habrá siempre una grata deuda con él, con el genio que lo hace posible. Richard Wagner no tuvo reparos en decir que creía en Dios, en Mozart y en Él, inmortal Beethoven.