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Allende

En este noviembre de 2020 se cumplió el cincuenta aniversario de la llegada de Salvador Allende a la presidencia de Chile. Y hace unos días El País publicó un reportaje sobre la salida a la luz de una documentación del Archivo de Seguridad Nacional estadounidense en el que se revela que la Administración presidida por Richard Nixon intervino de forma directa, agresiva y contundente para desestabilizar al gobierno de Allende. Al parecer, hubo una parte de la Administración Nixon proclive a realizar la maniobra de desestabilización apoyando a los partidos opositores al presidente Allende, pero prevaleció la postura de los halcones encabezada por el tristemente célebre Henry Kissinger, feroz muñidor de tantas conspiraciones sangrientas, cuyo resultado fue el golpe de estado que acabó con la muerte del mandatario chileno y supuso el fin del régimen democrático del país sudamericano.

La llegada de Allende al poder al frente de la Unidad Popular supuso para gran parte de los demócratas del mundo un soplo de esperanza y el reconocimiento de que el empuje de las clases populares podía cambiar el rumbo de un país. España se hallaba todavía sometida a una dictadura y la llegada de este aire fresco y jubiloso cargado de justicia y libertad suponía un aliento para las fuerzas progresistas que se movilizaban desde la clandestinidad a favor de un régimen democrático para nuestro país.

Fue un sueño corto en años pero grande en confianza. Muchos de los que nos hicimos eco de aquellos vientos de combate estábamos en la universidad ensayando consignas de largo alcance revolucionario. Y con Allende y la Unidad Popular al frente de Chile nuestros cancioneros militantes comenzaron a llenarse del tono hímnico de las canciones de Inti Illimani y Quilapayún.

Sembraremos las tierras de gloria, /socialista será el porvenir. /Todos juntos haremos la historia, /a cumplir, a cumplir, a cumplir.

Se respiraba el olor a pueblo unido, se sentía la fuerza verbal de los versos en el júbilo de los recitales prohibidos, se notaba en la piel el regocijo por la figurada caída de las dictaduras y las oligarquías, se elevaba encerrado en un puño el deseo de la victoria legítima de los oprimidos. Los obreros, que en nuestro intelecto universitario eran conceptos de manual subversivo, ahora se aparecían con sus rasgos reales, con sus cascos de minero, sus sombreros de labradores y sus rasgos inconfundibles de hijos de Sudamérica. Fueron nuestros espejos para seguir emocionándonos con la posibilidad de la transformación social.

El presidente Allende y los chilenos que estaban detrás del proyecto socialista para su país siempre serán un referente para mantener la fe en la justicia. Puede que la historia reciente les otorgue menos carga utópica que la que se merecen. Pero su contribución no caerá en el olvido.

Sabiendo ahora cómo fue realmente la intervención de EEUU en el derrocamiento de este sueño justo, algo sospechado que la documentación revelada no ha hecho más que confirmar, el lugar del triunfalismo y el júbilo de aquellos tiempos del presidente Allende deben ocuparlo la rabia y la furia por la repugnante crueldad del imperialismo yanqui.

Venceremos, presidente, venceremos.

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Migrante frente al mar

Los veo cada tarde sentados en el muro, en esa especie de recordatorio del malecón habanero, en la avenida de Las Canteras, junto al imponente Auditorio Alfredo Kraus. Siempre en grupo, siempre acompañados entre sí, siempre portadores del color de una piel que los señala. Bien vestidos, correctos en sus formas. Unos hablando, distraídos en su idioma que suena a canto primitivo. Otros acariciando su móvil, ventana que se abre sobre la ventana que ya tienen abierta ante sus ojos admirados. Pasean diariamente a sus sentidos sobre las casas, los bares, el murmullo sereno y alegre de los transeúntes. Disfrutan con la libertad de movimientos, la variedad de ambientes y ocupaciones, la gratuidad de estar sin rendir cuentas ni con la autoridad ni con la rutina ni con la pobreza.

Imagino que tendrán recuerdos. No sé cómo los administran bajo el estado de desarraigo en el que se hallan, pero quiero pensar que el heroísmo de la aventura de buscar un futuro más halagüeño les sube la moral.

Una tarde centro mi atención en el grupo y observo que todos se sientan a espaldas del mar. Salvo uno. El que se atreve a mirar el vasto territorio donde libró batalla contra la oscuridad, la sed y el miedo contempla absorto la inmensidad del océano. Me figuro el temblor de su memoria con los fantasmas de la muerte acechando en las crestas del oleaje y el frío. El muchacho está embebido, ajeno a la cháchara de los suyos. Durante unos instantes su embeleso actúa en mí con un poderoso magnetismo. Saca su móvil, extiende el brazo y graba un vídeo del mar.

La migración es un problema complejo. La avalancha de estos días satura las posibilidades de acogerlos y facilitarles la salida para mejorar su futuro. Cualquier demagogia menoscaba la capacidad de comprensión del fenómeno. Hay un origen que radica en la cruel desigualdad que se ceba con el continente vecino y en el infortunio de nacer allí y no tener a mano las herramientas para labrarse un porvenir confortable. Igual que el nuestro, el europeo, el protegido, el que aparece deformado o sesgado en las fotos y las noticias que les llegan por internet. Pero desde ese origen nefasto del problema hasta la fórmula para que los cauces de acogida y atención funcionen se extiende un inmenso trecho envuelto en burocracia y falta de medios cuyo recorrido no es nada fácil.

Sin embargo, hay otro trecho, el que va desde la actitud de considerarlos merecedores de dignidad al prejuicio de percibirlos como invasores, que está sembrado de resentimiento, de desencanto genérico con la autoridad, de fobia al diferente. Y aquí sí que no hay complejidad. Asumirlos como seres humanos, con todos sus derechos y cualidades, es un deber de humanidad, al que, por ejemplo, en la historia reciente de España muchos paisanos nuestros represaliados se acogieron para huir de la muerte.

El muchacho que mira al mar acaba su grabación. Quizás se la envíe a sus parientes, que seguirán echando raíces en la depauperada Mali, esperando que en su hijo se obre el milagro de la atención sanitaria garantizada y un salario mensual. Y acopiará entre sus recuerdos el instante en que pudo mirar de nuevo el mar frente a frente.

Dejo al grupo de muchachos que pasan con desenfado una tarde cualquiera en la avenida, sentados, hablando, empapándose de una ilusión de libertad. Y pienso en todos los que han hecho algo por conseguir que estén así.