Pongamos que hablo de Miguel
Mirémoslo por el lado positivo: si se arranca un poema querrá decir que los versos siguen ardiendo y quien los lee se afecta del rayo que no cesa. En Madrid, el ayuntamiento ha decidido que Miguel Hernández fue parcial, que su muerte pertenece a un bando y que sus palabras son peligrosas porque laten solas en el recordatorio de la dignidad. «Porque aún tengo la vida», termina el poema borrado.
No importa. Allá quien disfrace la revancha de falta de equidad y rebaje a quienes padecieron la represalia feroz del franquismo a víctimas unánimes de una desgracia que nunca debió ocurrir. No importa. Seguiremos hablando con Miguel, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero. Continuarán existiendo los que envuelvan sus versos con banderas rojas e imaginen al poeta afilando con una hoz el grafito con que escribe las verdades del corazón herido de injusticia y golpeando con un martillo las campanas del dolor que se resiste a marchitarse de olvido. Pero no serán ellos, por desgracia; seremos nosotros los que pondremos en nuestra boca el amanecer más claro, aquel en el que se nombra al ser humano al completo, sin las aristas del odio, ni los coágulos de las ideas sectarias, ni la sed de venganza. Porque cada verso repetido de Miguel es higiene de altura para quienes conservan la fe en la reconciliación y la recuperación de la única patria posible para la convivencia: la tolerancia.
Claro que hubo denuncia en el grito del poeta alicantino: «Vientos del pueblo me llevan/ vientos del pueblo me arrastran». Pero era la voz del hambre, la carne de yugo, el cuello bajo la bota secular del cacique. Y era una voz que nació sin plomo, como todos los versos que pulsan para que espabile la conciencia, no para que se mortifique al cuerpo. Fue la atrocidad de los generales la que cargó de sangre el eco natural de la lírica. Sin embargo, hoy es posible leer esos versos alentados por la aspiración más elevada del ser humano, la reivindicación de la libertad, y solo la actitud conciliadora y no resentida ni partidaria puede asignarles el hálito de progreso moral que va encerrado en ellos: «Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho».
Pongamos que hablo de restaurar el tejido maltrecho de la dignidad en España, de imaginar una patria fraternal, difícil pero posible. Pongamos que hablo de combinar la hondura del amor, el erotismo de las bocas que se desean, el dolor por un hijo que solo mama jugo de cebolla, con los anhelos de justicia y de respeto por el trabajo humano. Pongamos que hablo de un hombre normal, con su cuota de decepciones y su contribución literaria al significado de la vida. Pongamos que hablo de Miguel.