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Eduardo Perdomo y «Sobre el sonoro Atlántico»

Acaba de ver la luz un disco con 14 canciones compuestas por Eduardo Perdomo, cuyas letras son poemas de nuestros máximos exponentes del modernismo canario, además de algunas de su propia cosecha. El trabajo supone un hito para la literatura y el patrimonio musical de las islas. No es una consideración exagerada ni un guiño con intención comercial. Los letraheridos y los amantes de la música lo entenderán. Haber revitalizado la poesía de Alonso Quesada, Tomás Morales, Saulo Torón y Domingo Rivero; haber sabido mantener el vuelo lírico de los modernistas con unas composiciones originales; y haber contribuido a abrillantar la calidad de la música de autor en las islas creo que son méritos que justifican este reconocimiento debido.

La música de Eduardo se atreve con diferentes géneros y halla la combinación exacta para subrayar el espíritu que subyace en cada poema. El dolor, el mar, la tierra, la nostalgia, la sátira, el eco de una época se ensamblan con melodías que recogen lo mejor de estilos musicales diversos que contribuyen a realzar el valor de cada composición. De pronto el sarcasmo de Alonso Quesada o el preciosismo sensorial de Tomás Morales se anuncian con aires de ragtime o de charlestón; un bolero envuelve con genio la angustia del modernista de Arucas, Domingo Rivero; la denuncia de Saulo Torón se hace himno al calor de la Nueva Trova. Y cada pieza aporta una vestimenta musical con que se enaltecen los textos ya de por sí espléndidos. La calle de Triana, por ejemplo, el poema colorista de Tomás Morales, provoca, de la mano de Eduardo, una adhesión inmediata. El ritmo endiablado y la fuerza expresiva del poema ponen a caminar, en nuestra memoria remota, a los viandantes de la arteria principal de la ciudad, y a poco que escuchemos la letra notaremos el idioma del Imperio presidiendo las transacciones comerciales.

Mención aparte merecen las composiciones líricas propias del cantante, impregnadas de vasto conocimiento poético y en cuyos versos no se esconden ni la ironía ni la decepción.

La exuberancia sensorial de estos poetas, dados a enfatizar olores, sabores y colores, destella en los acordes de Eduardo. Es el caso de la Criselefantina y el Puerto de Gran Canaria de Tomás Morales, dos poemas impensables para una canción por su cromatismo léxico, que se elevan con su dificultad textual para terminar consagrados por la armonía.

Quienes amamos la literatura estaremos en deuda siempre con Eduardo Perdomo por este ejercicio comprometido de engrandecer nuestro patrimonio cultural canario. Sé que lo asiste la modestia y dirá que es el fruto de una pasión minoritaria. Pero el tiempo le agradecerá su arte y su creación. Demasiado habituados a escuchar letras realizadas con algoritmos de papel higiénico, cargadas de ripios, tópicos y demás hierbas escatológicas, cuando uno se encuentra poesía de quilates en la voz de un cantautor no puede menos que celebrarlo. Justo es hacer mención a los extraordinarios arreglos de Manolo Grimaldi, que contribuyen a realzar la calidad del resultado.

En definitiva, estamos ante un disco que no solo es entretenimiento, como ya se ha dicho, pero que tiene todos los ingredientes para amenizar la melomanía de los exquisitos y de los que presumen de buen gusto musical.

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Pedro Lezcano y Santiago Suárez

Los curas y los poetas vienen del silencio, hablan con el idioma sobrehumano de la fe, y vuelven al silencio. Los unos apelan a la nube etérea que ordena el decurso caótico de la existencia y los otros invocan al fondo que rige los andares visibles del ser humano. Ambos indagan en los sótanos de espíritu buscando provisión de lumbre para avisar de las telarañas de la conciencia y de la banalidad de vivir en la superficie. Ambos comparten una fe en el beneficio de atender y ser sensibles a los otros y emplean el tiempo de su fecundidad en sembrar con la palabra el terreno baldío de los tiempos oscuros.

Santiago Suárez era cura; Pedro Lezcano, poeta. Su silencio converge en este septiembre sombrío, pero lo hace para dotar de músculo al aliento que necesitamos. En mi cabeza acaban de invertirse sus destinos y he colocado a uno esculpiendo en el macizo duro de la desesperanza, dando martillazos en la conciencia dormida para sacarla del letargo de siglos; y al otro modelando la cara ruin de los desafueros, dando brochazos a voz en grito desde el púlpito de los sin voz para que corra como la pólvora la llamada a la pelea por lo que es justo. Y no sé quién es uno y quién es el otro. Porque oigo al unísono el canto vernáculo que reivindica el respeto por el solar patrio de Canarias, la homilía de los bienaventurados que tienen derecho a gozar de la tierra, el anhelo de las mujeres por estar en pie de igualdad sin obligación de méritos. El cura que es poeta, velándole al franquismo la cultura liberadora que se expande a través de los libros prohibidos; el poeta que oficia, burlando al censor de la Dictadura para soltar sus versos críticos en el páramo literario de aquellos días aciagos. Y pudo ser uno como pudo ser el otro, porque los dos celebraban la misma ceremonia de amor al ser humano y la confianza en la justicia social.

Llegará la hora cero de ser héroes cualquier día cruzando cualquier calle. Lo dijo uno de ellos, pero lo suscribió el otro, porque su heroísmo aun en silla de ruedas no se detuvo hasta que se hizo silencio. Uno y otro blandiendo la generosidad y la bonhomía como las alas más valiosas para enfilar el camino correcto.

Allá donde se hayan encontrado recobrarán la alegría de la convergencia y hablarán, según nuestra propia fe vacunada contra el olvido, sobre las cosas de la vida en sus islas, sobre el abrazo, porque todo el abrazo es paz, todo el abrigo; todo está comprendido en ese nombre: el pan, el sueño, el hijo y el amigo.

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Stanley Kubrick y la mascarilla

Alguien me dijo una vez que le gustaría vivir en el mundo que habitan los interlocutores de un curso de idiomas. Esa cortesía relamida de preguntas y respuestas impregnadas de refinadas maneras parece inmunizar contra el mal gusto y la agresividad. Buenos días, ¿cuál es su nombre? Mi nombre es John, John Smith. ¿Y el suyo? ¿Puede usted ayudarme? Por supuesto, ¿qué necesita? Gracias, señor Smith. ¿Puede decirme dónde se encuentra Oxford Street? Y todo continúa con una exquisita elegancia que como un agujero negro se traga todos los arranques de comportamiento soez habituales en individuos de variado pelambre social. Sería el mundo ideal en el que imperaría el buen humor, la moralidad incorrupta y la satisfacción general con el destino que le toque en suerte a cada uno. Pero, claro, eso solo se encuentra en la atmósfera artificial de los métodos de enseñanza idiomática y nosotros, los hablantes y terrícolas de a pie, debemos conformarnos con emplear el aire hueco de las frases solo para aprender una lengua extranjera, y picar luego mucha piedra en la cantera del civismo para arreglar los desajustes de la realidad.

Llevo unos meses aprendiendo inglés. Voy con mis buenos cascos a todos lados para escuchar a los aristócratas de los mundos de Yupi que me hablan en la lengua de Shakespeare. Y como acostumbro a coger la guagua, también aprovecho el recorrido para hacerlo, máxime ahora que con la limitación de la mascarilla hay sobredosis de silencio.

Un silencio que se quebró bruscamente el otro día cuando se subió a la guagua un grupo de individuos objetores del civismo más elemental. La escena se resume bien con el diálogo (excesiva denominación para el silvestre intercambio) que tuvo lugar con el conductor:

—Tiene que ponerse la mascarilla.

—Con la calufa que hace me voy a poner mascarilla, tate calladito y arranca, anda.

—Chacho, Perola, dale un cate a ese pendejo, que no llegamos ni al desayuno de mañana.

Como resulta fácil de deducir, la escena terminó en trifulca, agresión, denuncia y un festín de aerosoles infectados campando a sus anchas desde la boca del tal Perola a los interiores orgánicos del respetable, que asistía atónito e indignado al espectáculo.

Tengo un amigo juez que me habla estos días de la dificultad para darle curso a las sanciones económicas por infracciones relacionadas con la pandemia. El trámite, la insolvencia de los sancionados, el poco efecto de la ejemplaridad, etc. Aunque el tal Perola entró en chirona por sus antecedentes, me dijo, este volverá a las andadas.

Entonces se me ocurrió hablarle del método Ludovico, el tratamiento a que sometió Stanley Kubrick a su personaje central en La naranja mecánica, inspirándose en la novela de Anthony Burgess. Si recuerdan, la terapia se basaba en generar en el paciente aversión a la violencia. Lejos de mí toda la brutalidad que rodeaba el citado método, pero le sugiero a mi amigo el juez que una adaptación más atemperada, con una terapia centrada en la meditación, el autocontrol y el entrenamiento severo en el uso de la cortesía podría paliar en algo estos rebrotes violentos. Y le hablo de la posibilidad de utilizar las maneras empleadas en las conversaciones de la enseñanza idiomática. Él se extraña, pero no lo descarta, y me promete hablarlo entre los suyos.

Pasados un par de meses me encuentro subido en una guagua como de costumbre. Y al detenerse en una de las paradas, y observando a los pasajeros que están por subir, me veo a los tres individuos que habían protagonizado el altercado de marras, entre ellos al enchironado. El estómago me dio un vuelco. Cuando le toca el turno de subir, el tipo, de nuevo sin mascarilla, se para ante el chófer y mantiene con él la siguiente conversación:

—Buenos días, señor conductor.

—Buenos días, ¿cuál es su nombre?

—Mi nombre es Feluco, el Perola.

—Encantado de conocerlo, señor Perola.

—¿Puedo sentarme, señor conductor?

—No, no puede sentarse, señor Perola.

—¿Por qué no puedo sentarme?

—No puede sentarse porque no lleva mascarilla.

—Disculpe, señor conductor, ahora me pongo la mascarilla.

Los otros dos no daban crédito. A uno, al que llamaban Chino, se le abren los ojos a punto de salírsele de las órbitas, y quitándose la mascarilla le espeta:

—Chacho, Perola, ¿se te fue la pinza?

—Déjalo, Chino, que está con el tratamiento —dijo el tercero.

—Disculpe, señor Chino, no lleva la mascarilla puesta —dijo el Perola.

—Venga, Perola, no me la comas.

—Señor Chino, la mascarilla hay que ponérsela. Si no se la pone puede contagiarme, y si me contagia, yo contagio a la vieja, y si contagio a la vieja, la vieja se enferma, y si se enferma la vieja, yo no como, y si yo no como, me pongo como una moto, y si me pongo como una moto usted ya sabe lo que pasa, señor Chino.

—Ponte la mascarilla, Chino, hazme el favor que este animal te tapa la boca pero pa siempre.

Todo esto es pura ficción, pero yo sigo practicando el inglés en la guagua. Sin embargo, cuando veo un episodio parecido o leo en la prensa la agresión a quienes intentan preservar la salud de los ciudadanos, créanme que dejo a un lado el idioma en sí y pienso en una terapia que obrara los mismos efectos que en el Perola.