Publicado el

La desaparición de los rituales

Algunas de las declaraciones más amargas que se han producido durante esta infausta pandemia tienen que ver con la muerte de los familiares, con los que no se ha podido estar en las últimas horas de vida. Se ha sentido una necesidad de despedirse, de ritualizar la transición o la ruptura material del vínculo. Queda, imagino, una sensación de evaporación del tiempo que aumenta la tragedia por la desaparición del ser querido.

Y es que el ritual tiene tal potencial de vínculo, de recordatorio de la pertenencia a la comunidad, que prescindir de él puede dejar sin asidero emocional a quien lo necesita en el momento en que la soledad o el individualismo descarnado aprietan con más fuerza. Si se repitiera lo habitual en el caso de un fallecimiento, habría un duelo en un tanatorio, un velatorio en torno al féretro, un acompañamiento a los familiares, un estar presente como fórmula de solidaridad convencional. Y aparte de lo que haya podido ocurrir en las horas y las circunstancias íntimas del óbito, ese duelo inviste la despedida de un ceremonial que normaliza el duro tránsito. No sustituye a la desolación de los afectados pero deja una muesca en la memoria que evita el vértigo doloroso de quedarse en un limbo sin sentido de pertenencia a un tiempo y a una familia.

Por eso los rituales son importantes, porque lo engarzan a uno con la comunidad, con la naturaleza y con las cosas. Así lo manifiesta el filósofo coreano Byung-Chul Han, en su libro reciente La desaparición de los rituales. Han constata que en la sociedad actual, en la que lo digital ha irrumpido como un tsunami de alcance planetario, se han ido desvaneciendo los rituales y por tanto se ha perdido argamasa para las relaciones sociales y se ha abonado el terreno para un narcisismo sobre el que se sustentan las interacciones en esta época.

Llevo tiempo pensando que no hemos hecho esfuerzos por fomentar esa ritualidad balsámica que nos conecta con verdadero sentido de pertenencia a una tribu, en el mejor de los sentidos de la solidaridad tribal. Probablemente nos ha traicionado la repulsión que nos producían rituales asociados a una religión castradora. O también el rechazo a los ademanes a los que les atribuimos, no sé si acertadamente, un folclorismo exhibicionista. Pero hay que reconocer que en el caso de la religión hay (para los creyentes, claro) una liturgia que le da corporeidad a sentimientos que van más allá de lo puramente individual. El caso es que renegamos de los ritos religiosos y no nos hemos provisto de ninguno o no hemos hecho por conservar los ritos laicos cuya celebración nos proporciona la mejor ubicación en el tiempo de los nuestros, aquellos con los que convivimos, y en nuestro territorio natural de existencia.

Pienso en lo que sucede en un brindis, esa pausa ceremonial de una comida de amigos o una comida familiar. Es un momento en el que se conjuntan los gestos, se visibiliza un sentimiento común (al menos en apariencia) y se repite una liturgia que favorece el momentáneo sentido de pertenencia. Lo que viene después del brindis suele ser una atomización de las relaciones. Cada cual conversa con quien tiene al lado y de cuando en cuando hay un enganche con alguna complicidad que ha sobrevolado por encima de la mesa. Pero ha sido el gesto de entrechocar las copas, de recorrer con la vista a los otros y las otras, de guardar un levísimo silencio mientras se toma un sorbo lo que nos ha permitido, también de forma muy breve, representar un espíritu común que nos reconforta.

Del duelo extraemos una lección de compasión colectiva, del brindis, una fórmula para recordar la porción del genoma social del que formamos parte. Y ambos se basan en el rito y la repetición. Comparto el deseo de prodigarnos en ritos para abonar nuestra memoria de Humanidad.

Publicado el

La Asociación de Crédulos Anónimos

Me habían hablado de ella pero no le presté atención hasta que lo mío pasó a mayores. El médico me recetó benzodiacepina aunque él no parecía convencido de que el motivo tuviera consistencia como para provocar los accesos de ansiedad que yo le contaba. Así que comencé a tomarla con cierta cautela, desalentado por la falta de convicción del médico. Lo que me llevó a pensar en otras salidas para curar la intoxicación. Y en esas me llegó la noticia de la ACA, Asociación de Crédulos Anónimos.

Llamé por teléfono antes para saber si requerían alguna condición para participar en las sesiones de Credulidad Terapéutica que celebraban todos los jueves. Quien me cogió la llamada fue muy amable. Me preguntó por mi nombre y a partir de ahí todo fueron señuelos para que acudiera sin recelos de ningún tipo. Los principios de nuestra asociación son incompatibles con cualquier prejuicio, me dijo. Todo lo que tú digas será bienvenido y formará parte de nuestro patrimonio de verdades rechazadas por esta sociedad enferma de desconfianza. Por tu bien, concluyó, no te guardes nada. Era un individuo que seducía y tranquilizaba con una voz mullida y acogedora. Y le comuniqué mi intención de asistir el siguiente jueves.

El local se encontraba en un barrio de la periferia. Era un ático al que se accedía por una escalera bastante oscura. Pero al abrir la puerta del local con un enorme salón acristalado un golpe de luz natural obligaba a protegerse la vista. Sentados en círculo, hombres y mujeres de distintas edades centraban su atención en el que parecía dirigir la sesión. Hizo un alto, me dio la bienvenida e invitó a uno a que interviniera.

—Yo estaba en un supermercado. Se me acercó un hombre con cara de enfermo. Me dijo que se iba a morir y que me hacía entrega de una mochila cargada de dinero. Y sin que me diera tiempo a reaccionar, el hombre se largó. Yo me quedé con los doscientos mil euros. Se lo he contado al banco y a la policía, pero nadie me cree. Nadie me cree.

—Nosotros te creemos, brother —dijeron a coro los demás. Y uno de ellos se levantó a abrazarlo.

Otro.

—A mí me atracaron cinco veces el mismo día en un cajero. No pude pagar las facturas pendientes, ni poner dinero para el regalo de un compañero que se jubila, ni pagar a mi ex tres meses de pensión. Mi ex no me cree. Nadie me cree.

—Nosotros te creemos, brother —corearon todos. Y una mujer que parecía bastante conmovida se abrazó a él durante prolongados segundos.

Otro.

—Yo soy nutricionista y tengo la explicación del origen de la pandemia. La soja. Nunca habíamos tenido soja en nuestra dieta, ni en la de la mayoría de los países del mundo. Y hoy hasta los subsaharianos se comen las tortas de trigo con soja. Y ¿de dónde viene la soja? No digo más. La ciencia hace oídos sordos a la verdad y sigue dando palos de ciego. Pero nadie me cree.

—Nosotros te creemos, brother —saltaron los demás al unísono. Y el director de la sesión se levantó para abrazarlo efusivamente.

Según iban produciéndose las intervenciones y las respuestas de los asociados, yo me iba sintiendo más perplejo. Empezaba a faltarme el aire y volvía a notar los síntomas de la intoxicación. Pero recordé las palabras de mi primer contacto telefónico con la asociación: Por tu bien, no te guardes nada. Y así lo hice. Pedí el turno y sin refrenar mi indignación expuse:

—¿Cómo es posible que se hayan tragado todas esas sandeces? Un tipo al que le regalan doscientos mil euros por la cara; otro al que atracan cinco veces en un cajero, (¿le quitaron cinco veces la misma tarjeta?); y otro descerebrado que dice que en la soja está flotando el virus cabrón que nos tiene jeringados. ¡Qué desgracia! Y yo que venía a curarme. Lo peor es que al salir de aquí nadie va a creerme cuando les cuente lo que acabo de oír.

Se hizo un silencio tenso, pero duró poco. Al momento escuché el coro de voces:

—Nosotros te creemos, brother.

Publicado el

Jugadores o actores, o viceversa

No solo va de fútbol, aviso. Acabo de terminar la serie Recursos inhumanos. Me atraía el tema: las consecuencias del desempleo y la peripecia de un trabajador despedido cuando se halla en la cincuentena. Pero había dos señuelos agregados que me inclinaban a elegirla para saciar la seriofilia de todas las noches. Por un lado, la novela de Pierre Lemaitre que hay detrás de la serie. El escritor francés es también coguionista y me reconozco afecto a sus artefactos literarios, entretenidos y originales. Y por otro lado, el actor principal: Eric Cantona. El que fuera jugador de la selección francesa de fútbol y del Manchester United aparece encabezando el reparto y comiéndose la pantalla en cada instante, con un repertorio de gestos y expresiones faciales bastante digno.

Durante los seis capítulos de la serie, no dejé de pensar en el drama que subyace en la historia motivado por la lacra del paro en la sociedad contemporánea. Pero encandilado por la actuación de Cantona no pude resistirme a imaginarme las costuras que soportaron la producción, y más concretamente el proceso de selección del actor protagonista. Su interpretación es espléndida. Pero conociendo su trayectoria como futbolista, no es de extrañar que encajara en los rasgos que el director o el responsable del reparto solicitaban para el personaje. Porque Alain Delambre (nombre en la serie) es un tipo vehemente, brusco, impulsivo, de una incontinencia verbal para el exabrupto demoledora. Y Cantona era un jugador indisciplinado, fogoso, calentón, violento, tristemente célebre por las sanciones con que fue castigado; una por haber insultado al seleccionador francés y otra, la más popular, por haber propinado una patada a un espectador que se refocilaba lanzando insultos racistas desde su cómodo asiento en la grada.

Así que, sin quitar todo el mérito al artista, he pensado que la elección de Cantona para hacer de Delambre no ha exigido mucho esfuerzo. El director se habría limitado a poner al actor en escena y a darle el texto. El resto ya venía de fábrica. Un verdadero prodigio de dirección de personajes sería solicitar de algún jugador de la liga española que interpretara un papel que no tuviera que ver con su temperamento. Mérito tendría si el empeño se centrara en Messi para sacar de él al protagonista de El sargento de hierro presentándose ante una panda de advenedizos y diciéndoles:  «Soy el sargento de artillería Highway. He bebido más cerveza, he meado más sangre, he echado más polvos y he chafado más huevos que todos vosotros, capullos». Ahí sí radicaría el arte. Sacando del argentino la planta áspera del chulo y haciéndole decir: «Venga, baby, alégrame el día». O qué me dicen si se intentara convertir a nuestro queridísimo Juan Carlos Valerón en Hannibal Lecter y se pusiera en su boca: «Una vez, un empadronador intentó ponerme a prueba. Me comí su hígado con frijoles y un buen Chianti», cuando el espléndido jugador sureño no ha pasado de comer bocadillos de sardina en la playa de Arguineguín.

¿No tendría un valor incalculable el protagonismo de Diego Costa en Hermano sol, hermana luna, prodigándose en innumerables ejercicios de ternura franciscana sobre las florecillas y los insectos del campo? Ahí sí que cabría hablar de maestría en la dirección de actores. O, por ejemplo, instruyendo a José Mouriño para el papel de Harpo Marx, el hermano mudo de la popular familia. O encomendando a Arturo Vidal para que conservando su cresta espinosa de mohicano sustituyera a Richard Gere en Pretty Woman.

No resulta nada fácil, lo comprendo. Y por eso entiendo que el protagonismo de Cantona en la serie citada estuviera cantado. Así que el trabajo de los husmeadores de actores en ciernes en los escenarios mediáticos (el fútbol, la música, la política) ha de consistir en asociar perfiles a personajes de ficción para descubrir un talento oculto que podría dar pingües beneficios para el celuloide.

Y en tal sentido cabe aconsejar a dichos cazatalentos que abran bien los ojos y se fijen en las condiciones de Pedro Sánchez para encabezar el elenco de Solo se vive dos veces, desempeñando el papel de un James Bond tieso y cumplido, con su manifiesta complexión de galán recién planchado. No pasen por alto tampoco el encaje perfecto de Pablo Casado para sustituir a Michael J. Fox en cualquiera de la saga de Regreso al futuro. Expriman su imaginación y háganle decir ante el posible matrimonio de Abascal y Cayetana Álvarez de Toledo: «Tengo que impedir ese casamiento, Doc, si no en el futuro no nazco». No se rompan los sesos buscando acomodo a Pablo Iglesias e inclúyanlo en cualquier película en que aparezcan sicarios de la mafia lituana. Su coleta y su perilla ayudan bastante. Y, en fin, sé que ya es un tópico pensar en Aznar para hacer la versión 2.0 de El gran dictador de Chaplin, o en Felipe González para dirigir, hacer el guión y protagonizar la segunda parte de Este abuelo es un peligro.

Todos, en el fondo, somos como ellos y estamos abocados a actuar y a emplear tiempo en la impostura. Y si algún director se fijase en nosotros seguro que habría un papel en alguna película en la que encajaríamos a la perfección, siempre y cuando no estuviéramos ya en pleno rodaje, que puede ser.