A Salem lo cogió el confinamiento en la urbanización en que vivo. Cuida de un anciano con Alzheimer al que paseaba a diario por los pasillos ajardinados de la comunidad. Ahora no le queda otro remedio que enclaustrarse con él. Pero de vez en cuando sale a tirar la basura, a echar un cigarro o incluso a hacer alguna compra cuando el hijo del anciano viene de visita.
Salem es un hombre magrebí, de tez bastante tostada, cuya vida ha dado muchas vueltas desde que llegó en patera a Canarias hasta deambular por mil y una ocupaciones, en las que da la impresión de que siempre se mostró servicial. Es afable, explosivo a veces en sus manifestaciones de la cordialidad y envidiablemente seductor con una sonrisa magnética que no decae nunca. Atropella el castellano pero se hace entender con una sintaxis de bricolaje suficiente para subrayar su intención comunicativa. Además su disciplina con la mascarilla es espartana y el idioma le sale más atolondrado aún.
—Es una pesadez eso de la mascarilla, ¿no, Salem?
—No pesadez, amigo. Abuelo mío viene de desierto, yo tuareg, solo falta turbante y camello.
Me lo tropiezo frente a mi casa y descargo con él el pesimismo de un futuro preocupante.
—Salem —le digo—, la cosa está muy negra.
—Amigo, nosotros dice cosa está muy blanca.
Y me da otra lección de civismo, así, con su sonrisa colgada bajo un bigotillo muy delgado y desprovisto de ofensa.
—Lo voy a pasar mal, Salem, no hay negocio, no hay dinero.
—Yo doy idea negocio, amigo, tú hace caso Salem.
A ver qué me va a decir ahora este dechado de ingenuidad que todo lo arregla con el tutti frutti de su sonrisa.
—Tú hace negocio, vende mercancía.
Anda, la madre, este me va a plantear ahora que me dedique al trapicheo. Con este careto de pánfilo que llevo encima no soy capaz de vender ni un petardo de hierbaluisa.
—No, Salem, no llego a tanta desesperación. La droga no se hizo para mí.
—¿Quién habla droga?, yo hablo negocio bueno. Tú monta zoco en puerta de casa.
—¿Un zoco?
—Sí, amigo, Alá es grande y ayuda. Salem ayuda.
—¿Y qué voy a vender en el zoco?
—Tú vende cosa tuya que no sirve. Tú tiene mucha cosa que no sirve. También vende cosa que sirve, más caro.
—A ver explícate.
Durante los meses que lleva con el anciano, Salem ha tenido tiempo de radiografiar las pertenencias de un occidental que son el fruto del capricho y el materialismo derrochador. Y en su cabeza deben de figurar mil y un perendengues inútiles que son mercancía idónea para un rastro rentable.
—Ejemplo, tú vende abrigo gordo, tú no viaja más, tú tiene frío solo en Cruz de Tejeda, para qué quiere abrigo. Tú tiene bufanda para perro, no sirve; perro no tiene frío Canarias; dromedario no lleva calcetines en desierto.
—No sé, Salem.
—Tú tiene mucho zapato. Vende zapato. Solo zapato ir a comprar y zapato correr. Vende diez zapato, dosciento euro.
—¿Y las cholas?
—Chola vende mil euros. Chola para siempre. Si tú vende chola, mucho dinero. Y pone en pie hoja platanera.
—¿Qué más?
—Tú tiene veinte lápiz labio tu mujer. Tú vende, cinco lápiz, cinco euro; diez lápiz, ocho euro.
—Qué va, mi mujer me mata.
—Lápiz labio no sirve con mascarilla, mejor pinta mascarilla por fuera una vez con pintura madera.
Estaba en su salsa. Parecía que tenía el diseño del mercadillo tatuado en su cabeza. Hablaba como un bróker de Wall Street, con su tabla de precios ajustados al porvenir que se nos va a abrir en esta crisis. Con intuición de buhonero sagaz. Yo contenía la risa pero verlo tan seguro despertaba mi curiosidad.
—Bueno, Salem, ¿y cómo abrimos el negocio, aquí, en la puerta de mi casa?
—Tú tranquilo, Salem sabe zoco Marrakech. Tú monta jaima grande. Tú pone alfombra y mesa y cojine, un tetera. Tú compra Mercadona bolsa té, mucha, vacía en cuenco y tú dice té verdadero Marrueco. Tú quita hierbabuena casa vecino, y dice Casablanca. Tú compra colorante Carmencita, vacía en cuenco y dice cúrcuma Marrueco.
—Pero, Salem, eso es engatusar, es un engaño.
—Todo es engaño, tú tiene porquería que no sirve y tú deja engañar. Ahora crisis, espabilarse o comen las hormigas.
—Oye, ¿y le vamos poniendo una etiqueta con los precios a las cosas?
—Tú loco. No precio. Regateo.
—Ah, no me acordaba. Pero yo no sé si sabré…
—Salem enseña. Ejemplo, tú viene comprar bota. Venga.
—A ver, te digo, ¿a cuánto me dejas esas botas?
—Tú primero toma té y luego hablamo. Bota piel vaca y jabalí, no agua, no frío, Polo Norte, dame solo veinte euro.
—No, qué va, están usadas. Te doy cinco euros.
—Bota trae del desierto. Doce euros y lleva ya. Toma.
—No, no, cinco euros es mi última oferta.
—Yo regalo tres mascarillas, un sobre polvo Royal, dos rollos papel higiénico y bolsa comino de Ouarzazate, tú paga diez euro y bota tuya. Adiós, amigo. Cuida mucho.
Y Salem sigue rumbo a su destino, con la cara encendida de gracia y convicción, dejándome a mí clavado en la puerta de mi casa cavilando acerca de todo lo que me sobra, todo lo que es inútil en este gran zoco en el que llevo toda la vida. Salem es la voz que clama a favor del desprendimiento de lo superfluo, aunque apunte maneras de tratante de baratijas.
Realmente, Juanjo, eres un descubrimiento. Qué pena no haberte leído antes, pero eso exigía haber conocido antes como escritor y como persona, un a priori incumplido, no por falta de voluntad, sino por esos extravíos de las ocupaciones y las atenciones erráticas. Solo conocía tu faceta de escuelas de verano, de organzador, cuando eres todas las estaciones y me perdí todas las estaciones. Realmente me hubiera preocupado si no hubiera podido recuperar algunas de esas perdidas estacionales. Y eso es lo que estoy haciendo leyendo tus fabulosas esmeraldas literarias, créeme.