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Tienda de campaña

—Se puede saber qué estás haciendo con esa tienda de campaña en medio del salón? —me preguntó mi mujer mirándome con ojos de rana con hipotiroidismo.

En cuanto concebí la idea sabía que con lo primero que tenía que lidiar era con la estupefacción de mi mujer. Incluso adivinaba las frases que lloverían a continuación del primer impacto:

—Creí que la cuarentena te iba a dejar más gordo, más gandul y más rácano, pero tan totorota no pensaba, no.

—Pero ¿no has visto cómo ha explotado la imaginación en la gente para salir de la rutina? Y no me digas que no porque estás dale que te pego al wasap un minuto sí y otro también. Pues ¿qué es esto?, la prueba de que tu marido tiene una imaginación prodigiosa y no se iba a quedar atrás.

No la convencí, como era de esperar. Y ahora me tocaba disuadir a mis dos hijos, dos críos de diez y doce años que en cuanto vieron la caseta en medio del salón se lanzaron a conquistarla.

—Eh, quietos, bellacos. Esta tienda es para papá. Me voy a quedar unas cuantas noches yo solito para probar la liberación del acoso a que me someten estos días fatigosos y esta familia repetida.

—Ay, Pedro Sánchez de todos los santos, o me desescalas de una vez o vamos a terminar con este tolete en el frenopático —exclamó mi mujer llevándose a los niños a su cuarto con una cara de desconsuelo que se recogía con pala y cepillo.

Pero mi empecinamiento tenía una finalidad digna y no podía ceder al chantaje sentimental. Tenía que probar este desafío a la rutina para ofrecérselo luego a la familia como la presa de mi cacería imaginaria. Así que planté mi flamante tienda Quechua en medio del salón, una tienda, por cierto, con tanto anclaje que en cuanto hizo un poco de corriente tuve que perseguirla por el pasillo y ponerle una butsir dentro para calzarla.

Cuando oscureció, mis hijos, ya resignados al experimento de su padre, me vinieron a dar un beso a la puerta de la caseta, algo que mi mujer sustituyó por una especie de suave ladrido con el que maldecía y me deseaba buenas noches a un tiempo. Tardé en coger el sueño, lógico. La colchoneta vieja no amortiguaba la rigidez del suelo. Pero me reconfortaba la sensación de estar aislado del aislamiento y de alimentar la figuración de una estancia en otro lugar distinto al dormitorio gastado de tanto dormir y despertar como si solo hubiera un único e idéntico día. ¿Dónde estaré?, ¿en medio del monte?, ¿en un hotel?, ¿a la orilla del mar? Mi onirismo estaba aguijoneado y un regusto placentero comenzaba a afectarme.

Del despertar a la mañana siguiente no sé si podré hablar con sano juicio. Ya me resultó extraño no escuchar el griterío de los dos chiquillos peleándose por el mando de la tele, ni percibir el olor a café o el traqueteo del exprimidor. Cuando asomé la cabeza fuera de la tienda lo que vi estuvo a punto de infartarme. Dos individuos vestidos con una especie de mono blanco, enguantados y encerradas sus cabezas en un casco transparente trajinaban entre el salón y la cocina

—¿Vas a salir ya a desayunarte las píldoras o empezamos nosotros? —la voz de mi mujer sonaba extraña, algo trémula y como emitida a través de un filtro que la volvía metálica.

—¿Píldoras, yo desayuno píldoras? —me dije empapado en desconcierto.

Me volví hacia el interior de la caseta a restregarme los ojos. Afuera se oía el trajín, el tintineo de la vajilla y el sonido de la televisión desde donde hablaba un presentador que me resultaba familiar, lo que me tranquilizó un poco. De nuevo abrí levemente la cremallera para examinar lo que acababa de ver.

—¿Quiénes son esos dos tipos vestidos de astronautas? —acerté a decir con medio tartamudeo.

—Ya estamos. Hoy te levantaste enralado, mira tú por donde. Esos astronautas son tus hijos y se les hace tarde para ir a trabajar, así que o te apuras o te tomas la infusión de lejía tú solito.

—Vamos, viejo, que tienes toda la mañana para volverte a acostar.

¿Viejo?, ¿yo viejo? ¿De quién es ese vozarrón de camionero? ¿Dónde me acabo de despertar? ¿Cuándo? ¿Qué demonios está pasando? Giré la vista hacia donde salía la voz de mi mujer y allí estaba, con otro traje espacial, montada sobre un andador motorizado, y con unas facciones en las que se adivinaba una decrepitud tamizada por el cristal del casco.

Solo se me ocurrió preguntar:

—¿Qué día es hoy?

—Miércoles, viejo.

—Fecha completa, carajo.

—Veintisiete de abril de 2040.

¡La madre…! Puñetera caseta. Cómo se me habrá ocurrido… Esto es una mutación del virus en toda regla. Me recogí de nuevo hacia el interior y seguí dándole a la matraquilla. La cabeza centrifugaba como una lavadora vieja. Entonces me acerqué a la entrada de la tienda y sin abrir la cremallera comencé a preguntarles:

—¿Ya se acabó la pandemia?

—Sí, claro, y llevamos estos trajes porque los recomendó Armani. Qué guasón el viejo.

—Oye, ese que está hablando en la tele no será Jordi Hurtado.

—El mismito.

Se me agolpaban las preguntas.

—Y… otra cosa, ¿Cataluña ya se independizó?

—Ya van por el 25.

—¿El 25 aniversario?

—No, el 25 referéndum.

—Otra cosa… no seguirá Trump de presidente, ¿no?

—¿Trump? Ah, el de la marca del detergente. Qué va, viejo. ¿No te acuerdas? Ese fue el que se atragantó con un rollito de primavera. Aunque dicen que eso es un cuento chino.

Me asaltaba la curiosidad a cada respuesta de mis hijos y comenzaba a disparárseme la inquietud por el cariz que tomaba la vida que iba a encontrarme al salir de la caseta

—Nos vamos, viejo, tenemos curro —les oí decir mientras arrastraban las sillas.

—Una cosa, una cosa más, ¿la Unión Deportiva ya subió a primera?

—Márchense, por Dios —interrumpió mi mujer—, ya le aumento yo la ración de píldoras.

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No lo vi venir

Estimado señor director de ValeDiario:

Me he hecho eco de lo que informaba su periódico acerca de la decisión de Pedro Sánchez de permitir a los ciudadanos que, al igual que se hizo con los perros, puedan sacar a pasear a los zapatos. De sobra sabemos todos los españoles que lo que dice ValeDiario es ok, y por eso no he tenido la más mínima duda acerca de la credibilidad de su primicia. Lo que podría resultar una extravagancia cobra en su periódico la magnitud de una información sensata y antes de que aparezca la resolución legal he dado muestras del ciudadano ilustrado que me considero.

De ahí que me haya anticipado y haya proporcionado a mis zapatos el primer paseo colectivo por los alrededores de mi domicilio después de esta interminable era de confinamiento. No puede usted imaginarse la algarabía que se desató en la zapatera, cuyas bisagras chirriaron de artritis afectadas por el desuso. Amontonados en un caos más abigarrado aún del que recordaba, allí estaban mis zapatos que apenas recibieron el relámpago de la claridad comenzaron a retozar unos sobre los otros como perrillos que adivinaran la recompensa.

A veces, señor director, el recuerdo escarba más de lo debido en la ternura y mis poros sentimentales no dudaron en abrirse con el mismo regocijo que en una noche de Reyes. ¡Pero, qué veo, si yo tenía unas deportivas!, ¡mira, los mocasines negros, cuánto han crecido, si ya tienen hasta bigote!, ¿y ustedes quiénes son?, ¿botas, botas para andar por el monte, qué monte, hay elevación más allá del taburete para limpiar el polvo de los altillos?, ¡cuánto lifting tendrá que prodigarse en esta zapatera, criaturas mías, si es que alguna vez regresan a su oficio!

Lo cierto es que me decidí a sacarlos tal y como estaban porque la desesperación era conmovedora. Los até uno a uno con sendos cordeles y me los enganché a mis manos como a una jauría de galgos. Qué escena, señor director. Debió de verlos al abrir la puerta de la calle. Cómo se lanzaron a patear sobre el pavimento. Se ensañaron pisando colillas, caracoles, tijeretas, cagarrutas, y hasta la gravilla impertinente que se incrusta en la suela constituía un motivo de entusiasmo para sus zapatazos. Tiraban de mí en todas las direcciones. Algunos recordaban todavía su antigua vocación para el noble atuendo y escogían las zonas más dignas para sus pisadas, pero yo los notaba titubeantes, aprendices del elegante desfile. Otros eran más osados y hundían su cuerpo entero en arriates y parterres.

Los vecinos me miraban y les subía el desconcierto a la cara como a un enamorado el rubor pudibundo. Y a mí solo se me ocurría decir para mis adentros: Si leyeran el Valediario, vecinos míos.

Después de recorrer los alrededores regresé a casa. Algunos zapatos se resistían a entrar y tuve que forzar la trenza en que se me habían convertido las riendas para que lo hicieran. Tiraban de mí con fuerza en la puerta de mi casa. Tenía que haber visto sus punteras abiertas y gruñendo con una ira que daba escalofríos. Hubo unas sandalias que se desabrocharon su correaje y con un histerismo desasosegante comenzaron a dar latigazos en el suelo en protesta por aquel injusto regreso a las catacumbas.

Y, ay, señor director, lo que sucedió luego fue verdaderamente una tragedia. Y todo por no hacerle caso a usted, que mire que nos recalca una y otra vez que toda medida de Sánchez no busca sino la perdición de la patria. Pero yo pequé de ingenuo, lo reconozco, y me adelanté a cumplir con el Estado de derecho.

Porque cuando logré cerrar la puerta de mi casa aquella jauría se quedó paralizada y todos los zapatos enfilaron sus punteras, sus empeines, sus cordones y el cuero todo que un día me perteneció hacia mis pies, que calzaban en aquel momento las cholas con las que me acuesto y me levanto como la Virgen María y el Espíritu Santo. Pensé que miraban mis pies con el desconsuelo de no poder calzarlos con el deleite de su vocación zapatera, pero estaba equivocado.

En un silencio de funeral se encaminaron hacia el mueble con una docilidad extraña que no se correspondía con la algarada reciente. Fui cogiéndolos con la delicadeza de un librero antiguo y metiéndolos uno a uno en los estantes disponiéndolos en un orden vistoso. Cuando cerré la puerta de la zapatera, un murmullo se desató en su interior, pero pensé que no era más que el resultado del ajuste de algunos de ellos en su nuevo orden.

Al despertar por la mañana, quise calzarme mis cholas tocando con los pies desnudos y aún medio dormidos el lugar exacto donde las he dejado cada día durante este largo confinamiento. Pero allí no estaban. Miré debajo de la cama, en cada rincón del dormitorio, dentro incluso del armario, por si este atontamiento de la reclusión forzosa me hubiera llevado a romper la rutina. Tampoco. Olvidado ya del episodio del día anterior, decidí rebuscar en la zapatera por si aún sobrevivían unas esclavas antiguas o unas chancletas desahuciadas. Y al abrir el mueble hallé lo que su cabeza es incapaz de imaginar, señor director. Al fondo, rodeadas por aquellos salvajes sedientos de venganza, que babeaban todavía los restos del betún empleado para asfixiarlas, yacían descuartizadas y convertidas en migajas de plástico y piel las cholas que había calzado cada día con sus noches.

¿Por qué, señor director de ValeDiario, fui incapaz de pronosticar la conjura? ¿Por qué no supe entender que su noticia encerraba toda la zafiedad de la conspiración? ¿Cuánto más habrá de publicar su periódico para entender que detrás de cada medida de Sánchez hay un latigazo de crueldad contra los españoles?

Míreme ahora aquí, herida mi dignidad tras la conjura contra las cholas y descalzo por los siglos de los siglos.

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Mi Wilson

Habrá pocos que no recuerden en la película Náufrago la relación que establece Tom Hanks con un fetiche al que atribuye la condición de acompañante durante una soledad devastadora. Se trataba de un balón de voleibol de la marca Wilson, de los pocos objetos que se salvan del naufragio y al que el protagonista convierte en acompañante en su aislamiento accidental.

El náufrago tiene tanta necesidad de compañía que no resiste la tentación de otorgar aliento humano, como el fuego de Prometeo, a un balón que según avanza la película va adquiriendo talla de ser vivo y sujeto de simpatía. Suena bien. La soledad impele a construirse un fetiche con el que mantener una relación que abone la sociabilidad sesgada por el aislamiento.

Por eso yo decidí hacer lo mismo en este tiempo de cuarentena. Y durante unos días me dediqué a observar los alrededores de mi casa, perdón, los interiores de mi casa, para hacer un casting riguroso y seleccionar a quien podría ser mi nuevo compañero o compañera de fatigas confinadas. Después de desechar calderos que se irritaban al calor del fuego, cojines sobreexplotados y empapados en sudor, lámparas envaradas incapaces del menor gesto de acercamiento y tantos y tantos objetos gastados por el uso me decidí por el cepillo de barrer.

Fue un flechazo. Mientras barría lanzaba la vista buscando el cascabeleo de Cupido al fijar los ojos en algún componente del paisaje del salón, pero el resultado era infructuoso. A punto de desistir, paré mi faena y me apoyé sobre él, con la barbilla sobre su extremo forrado de plástico. Fue entonces cuando el contacto dérmico con él descalabró mis hormonas. Lo cogí por el tronco, me lo alejé y debió de ser la sensación de dama que espera ser invitada a bailar lo que me sedujo al instante. Con mucha ceremonia le di la vuelta y se me quedó su cabellera hirsuta y bien alineada a la altura de mis ojos. Me persuadió su aspecto andrógino, sin insinuación de sexo pero con una clara vocación de ser humano para la compañía y el diálogo.

—¿Cómo es que he tardado tanto en darme cuenta? —le dije.

—Yo, sin embargo, sabía que tarde o temprano acabarías conmigo. El roce hace el cariño —me contestó, o al menos así quise que fuera.

E iniciamos una entrañable relación de tú a tú. Lo sentaba en el sofá frente al mío y le contaba cualquier trivialidad o cualquier fruslería sentimental. Un día era una esbelta muchacha radiante de simetría, y yo me acercaba a su melena negra y con ternura le limpiaba las puntas de pelusa antigua. Otro día era un atleta de cuerpo delgado, como un cangallo, y confundía los residuos que caían de su pelambre con el sudor de su vaivén barrendero. Y hablábamos abiertamente de todo. Él (o ella) me escuchaba atento, con su recia figura sobresaliendo del respaldo del sofá. Le conté que la soledad me estaba matando pero que su presencia en aquel salón comenzaba a llenar los agujeros de silencio y abandono por tantos días de confinamiento. Él parecía hacerse eco de todo mi basurero sentimental, incluso me parecía que sus cabellos cimbreaban como señal de su infinita comprensión. Hasta que llegó el día aciago.

—Tú no sabes lo que es el sufrimiento —me espetó sin preámbulos.

—¿Cómo?

Entonces me lo reveló todo. Hacía unos meses que había comprado un robot de limpieza, la rumbosa Roomba. Un artilugio electrónico que me había hecho las delicias soltándose a rodar por toda la casa y con la que me encontraba tan satisfecho que me gustaba dirigirme cariñosamente a ella como un chucho inquieto que iba de aquí para allá con una confianza asombrosa.

—Veía desde la rendija de la despensa cómo la tratabas, cómo dejabas que se acercara hasta tus pies y te cosquilleara, cómo le permitías que te hablara en chino mandarín para contestarle con requiebros amorosos, cómo le cogías por debajo el depósito de los residuos y frotabas y frotabas dentro de sus paredes y luego las humedecías hasta conseguir un brillo aguanoso. Y mientras yo, arrumbado y rebajado a trabajos eventuales, solo para los rincones adonde la princesa no puede llegar con su redondez aristocrática. Eso sí es sufrimiento y desolación.

Agaché la cabeza y reconocí mi falta de sensibilidad. Desde aquella tarde suelo llevarlo a dar una vuelta por el trastero cuando pongo en marcha el robot, para evitarle el espectáculo que le desata los celos. Sigo hablando con él (o con ella) todas las tardes, incluso le pongo a su lado una infusión que me agradece porque al acabar la conversación se la rocío por su cabellera para que sienta que la humedad no es patrimonio de las partes bajas de la Roomba.

He terminado por ponerle nombre, como hizo el náufrago con Wilson. Lo he llamado Hacendado, aunque en una esquina de su cabeza conserva su nombre de pila, Bosque Verde.