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La 301: ¡a las trincheras!

Como soy el primero en hacerlo, porque lo hago desde la primera parada, cuando subo a la 301 tengo sensación de terrateniente, con todos los asientos a mi disposición, y me permito adentrarme con parsimonia por el pasillo hasta sentarme en uno que me ofrece buena perspectiva. Ya acomodado, disfruto de esos segundos de poder que proporciona el haberme apropiado de un sitio que tal vez preferirá otro viajero. Y desde esa atalaya provisional activo la cámara para recoger la gran representación del mundo en que se convierte el acceso y el asentamiento de los nuevos pasajeros.

Cuando uno o una sube, busca sin titubeos una trinchera, el sitio vacío, el solar acotado, la ventanilla que limita con el mundo y muestra el aire que se necesita. Conquistado el territorio, comienza el despliegue de la cortinilla invisible que hace frontera con el asiento libre contiguo en la que prenden los neones que advierten de que está prohibido sentarse en él, que mejor te sientas en otro, que en realidad ese sitio libre es un trastero de propiedad privada, que existe el delito de allanamiento de morada.

Y transcurridas unas cuantas paradas el paisaje ya se ha convertido en un retablo de trincheras, con los rostros mirando hacia el exterior o abducidos por los duendes digitales, y los cuerpos mecidos a compás por el trote del vehículo. No parece haber nada de interés en el interior de la guagua, ni en el interior de los atrincherados. No merece la pena el riesgo de una conversación. Hay una fatiga ontológica para la plática que solo se alivia con la seguridad de la fortificación y la protección contra la invasión de mi espacio. Y por eso es preferible el inmenso bienestar del aislamiento.

Mi testimonio es inconfundible y de primera mano. Yo me siento siempre en el mismo lugar y me coloco los cascos para aguijonear el imaginario con alguna lección magistral, una entrevista o una historia deleitosa contada por un narrador profesional.

Hasta que una mañana sucede que subo el primero, como siempre, y detrás de mí sube una mujer de edad provecta. Toda la guagua está vacía y sin embargo la señora se aparca a mi lado. Yo me incomodo, me aprieto en mi asiento y le dirijo una mirada entre cortés y resignada. Ella me corresponde con una sonrisilla pícara que al principio no sé interpretar más que como un latiguillo gestual de anciana. Y cuando ya todo parecía predestinado a un viaje de silencios formales y yo emprendía mi costumbre de aislarme del mundo con mis auriculares, la mujer me interrumpe y comienza a hablarme:

—Sé que usted hubiera preferido que me sentara en otro sitio. Sé que está pensando que pronto le saltarán las costuras a las manías de esta vieja. Sé que lo estoy forzando a sacar lo más granado de su civismo. Sé que no desea nada mejor que colocarse esos tapones en las orejas. Sé que mi comportamiento es de una anormalidad soberana. Sé que no ve la hora en que me calle y usted no tenga que responder. Sé que le reventaría que yo le hablara del tiempo y de los lugares comunes más empalagosos. Sin embargo, no he podido resistirme. Lo veo cada día subirse a esta guagua, enchufarse esos tapones y perderse por los páramos de la inhumanidad, y hoy me he propuesto sentarme a su lado y pellizcarle su paciencia, para que espabile y además tenga algo que contarle a su esposa cuando llegue a casa. Levante la vista y mire cómo se ha ido poblando la guagua de seres anónimos, como usted. Sé que no lo aprueba pero no se atreve a salirse de los carriles. Y ahora lo dejo hablar, que ya habrá sacado suficientes conclusiones.

—No sé de qué hablar, la verdad —le dije.

—Haga la pregunta adecuada.

—¿La pregunta adecuada?

—Sí, la que demuestre que aspira usted a otra cosa distinta a esto.

Me encontraba aturdido por el parlamento de la anciana. Este encuentro no podía estarme sucediendo. Ahora la miraba y ella guardaba silencio, instándome con una pose inquisidora a que yo me apremiara y atendiera su demanda.

—¿Una pregunta? No sé… ¿Por qué precisamente yo?, ¿qué interés tiene usted en todo esto?, ¿esto es una broma de cámara oculta?

—No, me decepciona. Y lo cierto es que tengo que bajarme aquí.

—Oiga —le dije—, no me deje en ascuas, ¿cuál era la pregunta?

—La que lo sacará del atolladero mental en el que se mete usted cada día cuando sube a esta guagua.

—Pero…

—Adiós —me dijo levantándose y acercándose a la puerta para bajarse.

—¿Quién es usted? —le pregunté alzando la voz al tiempo que observé que al instante todos los atrincherados volvían su mirada hacia mí como si hubieran sido ellos los destinatarios de la pregunta.

—Pensé que nunca me la haría —me gritó la anciana desde la acera.

Regresé mentalmente a mi guarida, con la sonrisa de la mujer colgada en algún lugar de mi retina. Y al aproximarse la parada de mi destino, me quité los auriculares complacido por lo estimulante de la nueva historia con que había amenizado el trayecto desde Santa Brígida a la Estación de Guaguas, el viaje ilustrado de la 301.