Enredadera
Me ha tocado podar la enredadera del jardín. En realidad ha sido un impulso estético el que me ha llevado a cortar por lo sano todo el follaje de la planta, que presentaba varias zonas de hojas quemadas por los bordes. Sin embargo, la ipomea, ese es su nombre de gala, todavía conservaba hojas verdes y flores de color púrpura bastante vistosas adonde venían a parar a diario avispas, lagartos y pájaros atraídos por su aporte alimenticio. Los lagartos se encaramaban en artísticos escorzos por entre los tallos y mordían las hojas con morosidad de gourmet. Los pájaros saltaban de flor en flor con esa impresión de juego permanente al que se parece su frenética supervivencia. Y las avispas cercaban la propia enredadera, como marcando a zumbido limpio un territorio expropiado para sus libaciones.
Y esta mañana me lo he cargado todo. Ese pequeño ecosistema frondoso que agregaba a cada día una sinfonía bucólica de movimientos y trinos ha caído por la acción de unas tijeras convencidas de que era necesaria la operación quirúrgica. Al ver el resultado me he sentido como el rayo de Machado que hendió el olmo viejo soriano. Reconozco que mientras manipulaba las tijeras experimentaba una fruición especial que me empujaba a cortar y cortar todo lo que caía entre los dos puñalitos con ojos. Pero ahora que veo el resultado noto una contracción en el estómago desoladora que me aboca al remordimiento. Porque pienso en los animalillos a los que he privado de abastecimiento y me entra complejo de monstruo impío. ¿Qué pensarán de mí los lagartos altivos, los pájaros nerviosos y las avispas celosas? Llegarán a su vergel y se encontrarán la despensa vacía. Se preguntarán qué fenómeno natural habrá producido este estrago repentino, por qué ya no existe ni la sombra de la enredadera, ni los restos de sus flores púrpura donde libar el último sorbo de polen.
Los pájaros y las avispas alzarán el vuelo hacia otros horizontes, pero los lagartos viven justo debajo de mi jardín. Y veo cómo llegan desolados en busca de verde y se detienen paralizados por la perplejidad que les produce el tronco seco.
Esta mañana ha habido uno que no ha reaccionado a mi presencia, algo nada habitual en su actitud huidiza apenas corta el aire un movimiento doméstico. Se ha apostado junto al esqueleto de la enredadera, como dispuesto a pedirme explicaciones. Y ha terminado por conmoverme. Tanto que me he dirigido a él sin tapujos y de entrada le he pedido disculpas; pero luego me he puesto en mi sitio y le he sugerido que podía aprovechar este tiempo de escasez y largarse a hibernar a las catacumbas que horadan bajo mi jardín, ahora que aún nos afecta una cola de invierno. ¿Hibernar?, me dice. Estamos hasta el mismísimo rabo de empezar el letargo y despertarnos a los pocos días con el solajero. Así no hay quien duerma. Un día parece que el frío nos va a hundir en el sueño y a las pocas horas está tocando diana mi abuelo anunciando que hay que despatarrarse arriba por imperativo solar.
Y comprendo al saurio. Comprendo que estos cambios estacionales trastornan y los pobres lagartos deben de tener el calendario tan descalabrado como nosotros en este tiempo de crisis sanitaria.
Pero no quiero desviarme de mi punible actividad de Manostijeras. Porque la osamenta está en mi jardín como recordatorio de la devastación. Lo que era una fronda oxigenante y nutricia hasta hace poco tiempo ha desaparecido, como infectada por un flagelo invisible que parece haber acabado con la savia que corría por sus ramas.
Esta parodia de la poda de mi enredadera no tiene más finalidad que sembrar de afecto y apoyo en este páramo de incertidumbre. Mi enredadera, como el tronco del olmo viejo de Machado, con la piel de tantos y tantas que viven estos días tan cerca del filo de las tijeras, aguarda otro milagro primaveral.