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La Unión Deportiva, León y el esplendor amarillo

Podía haber sido con Justo Gilberto, o con Gilberto I, o con Aparicio. Pero es ahora León el que resucita un espíritu que todavía sobrevive por entre la osamenta de lo que fuera la bombonera insular. No soy amigo de empantanarme en el solaz inútil de la nostalgia, y si ahora aguijoneo el recuerdo es porque la admiración no caduca, aunque provenga de ese mundo de fuego fatuo que es el fútbol, del que me reconozco deudor por los instantes de exaltación inusitada durante mi juventud.

Mirado desde la distancia, el valor de aquel furor que desataba el fútbol amarillo de los años 60 y 70 lo constituía su condición de suspensión del tiempo, de condensación de un entusiasmo colectivo que se elevaba por encima de la sordidez del franquismo social y político para acercarnos a la ilusoria sensación de triunfo compartido. Era afición, pura y lisa, desafuero momentáneo estimulado por los actores de un ritual que llenaba de nervio y pasión cada fin de semana. Un pase al hueco de Germán, desde su zona confortable del círculo central, y un arranque bárbaro de León por la banda derecha, dejándose los resuellos de reserva en el césped maltrecho del Insular, eran suficientes para que la nube de humo de los habanos y el olor recio del calamar seco se disiparan solapados por un murmullo unísono que anticipaba la posibilidad del arrebato.

Lo de hoy no es mejor ni peor. Anda con el signo de los tiempos. Sería ingenuo olvidar que también hubo desfallecimientos cuando los gloriosos amarillos se aplatanaban y el estadio se convertía en circo para vitorear el escarnio a los mártires. Pero el rastro de memoria que dejó León por la banda derecha es el raíl por donde circula un pedazo de historia de esta isla que concitó a tantos aficionados experimentando con el gol la emoción, tan evanescente como intensa, que acaso no les llegara nunca en el ejercicio de una cotidianidad insulsa.

Quizás José Manuel León no se haya ido y únicamente se haya extraviado más allá de la línea de fondo buscando el balón que el maestro Germán le lanzó en una tarde en que su pierna divina no estuviera tan templada. Y seguirá corriendo en el imaginario común de los grancanarios recompensados con su contribución a los goles redentores con que el espíritu amarillo abrillantó una época.

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El soldado

Camino con frecuencia por una carretera angosta que conduce al barrio de El Gamonal, en el municipio grancanario de Santa Brígida. Es un itinerario que utilizo para desentumecer el andamiaje cardiovascular y para disfrutar del paisaje rural al que tengo bastante apego. Entre otras estaciones del camino me encuentro con La Quinta de Reposo, un centro de atención psiquiátrica de larga tradición en la isla. Algunos de los internos ingresados suelen dar paseos por los alrededores acompañados de asistentes, y alguno que otro goza de autonomía para llegar solo hasta el casco urbano.

Hay un paisano de este último perfil que sale siempre vestido con el atuendo militar de faena, con su gorra de visera y sus botas bien aparatosas. Muestra maneras corteses y familiares, y de vez en cuando saluda con relajada marcialidad. Cuando me lo encuentro me detiene y me pide fuego, cuando no un cigarro, solicitud que resulta inútil y no logra que detenga mi marcha cardiosaludable. No me sobresalta, pero me veo a mí mismo afectado de cierta prevención un tanto neurótica de que me salga con alguna excentricidad.

Pensaba en él esta mañana cuando leía la trágica crónica del soldado tailandés enajenado que acabó con la vida de 26 personas en un centro comercial. Es un nuevo brote en un cerebro en el que las neuronas se agitan y se alteran, y comienzan a galopar sin rumbo fijo sobre un páramo en el que desaparecen la compasión y el dolor, y aparece un demoniaco espejismo de placer necesario. El clamor por la vida trastabilla en la cabeza de estos individuos, y los seres que deben ser eliminados, en su maltrecho raciocinio, se muestran como juguetes para la consumación de un ajuste de cuentas demencial.

La contingencia de la algarada de las neuronas puede producirse en cualquier momento y al cabo de cualquier esquina. Y sin embargo me propongo que no constituya alimento para la desconfianza. Bastante tenemos con el estado de sospecha permanente a que nos ha conducido la existencia de gente que actúa con motivos ocultos, insanas intenciones o pervirtiendo con saña la verdad. Vivo con mayor recelo la maniobra de un corrupto o la actuación de un impostor, que convierten en circo retórico una convivencia que aspira a la cordura.

De manera que me estoy planteando comprar una cajetilla de cigarros y un mechero para que mi soldado me detenga y salga complacido por mi ofrecimiento, al tiempo que invierto en los segundos del encuentro una vaharada de calor humano propicio para amansar neuronas, las suyas y las mías.