Me mira. Nos mira. Estoy convencido de que en sus entrañas de cables y soldaduras cariadas nos lanza una mirada de auxilio aduciendo cuánto ha hecho por nosotros y con cuánta ingratitud la hemos ido arrumbando dejándola expuesta como una dama desatendida y crepuscular.
Cuando encontramos una por la calle, como en la que yo reparé para hacer este memorial de desagravio, la solemos hallar con la piel rañosa, el azul cielo de sus contornos afectado de rayas rasgadas a punta de navaja, el brazo negro resobado y pegajoso, el cordón umbilical resistiendo como una arteria remendada en tantos trechos y en sus paredes acristaladas que algún día acolcharon nuestras intimidades grafitis de mal gusto como si el carmín de sus afeites se hubiera emplastado con brocha gorda.
No se corresponde esta ingratitud del abandono con lo que nos ofreció en aquellos tiempos. Fue el reducto de nuestra conexión con el mundo, con nuestra familia. En La Laguna, bajo el frío inclemente o la lluvia copiosa, nos brindó el habitáculo confortable para anunciarles a los nuestros que sobrevivíamos a los exámenes, a la represión franquista y a la alquimia prodigiosa de la juerga y los ideales. Cuánto lamento materno encerrado en su auricular, cuánta nostalgia concentrada en los pocos minutos que podíamos financiar con nuestra calderilla, cuánta mentira consoladora para que las madres cogieran el sueño.
Y fue también medio de socorro para llamadas de urgencia, para solventar las exigencias de una vida que era posible sin necesidad de un enlace permanente. Y fue confidente, amante, terapeuta, chivo expiatorio, víctima de nuestra ira y victimario de nuestras monedas; fue altavoz de noticias funestas, cascabel de alegrías inesperadas, cauce entusiasta para resolver nuestro tránsito eventual fuera de nuestros domicilios. Cuántos secretos galoparon por sus filamentos de cobre y convulsionaron parejas, o alimentaron la doble vida de los atrevidos, o conspiraron a favor de una maquinación política. Y ella siempre ahí, aguardando impasible, impertérrita, con el regazo disponible para que nuestras confidencias corrieran seguras hasta el destino arriesgado. El aire de dama elegante que evoluciona y se maquilla de verde jocundo según pasa el tiempo.
Hace unos día pasé por delante de una de ellas y me quedé contemplándola. No pude evitar la imagen de actriz decadente, como Gloria Swanson en su memorable descenso de las escaleras de mármol en El crepúsculo de los dioses. Tuve un golpe tibio de melancolía que convocó mi compasión por su valor de icono maltratado. Pensé que asistía a la agonía del viejo testigo de una época que encerraba una colección infinita de historias apegadas a varias generaciones todavía reconocibles. Y decidí que tenía que tributarle un homenaje íntimo y merecido. Y la fotografié para escribir sobre ella.
Cuando reemprendía el camino volví la vista sobre su figura y creí notar en el conjunto de sus facciones metálicas que me hablaba con una arrastrada congoja. ¿Tenías que fotografiarme con ese aparato diabólico que ha acabado con nosotras? –me pareció entenderle.
Qué precioso homenaje a tan generosa máquina, qué tanta comunicación nos facilitó, a cuántos estábamos lejos del entorno familiar, por unas u otras razones, de estudios, de compromiso político, laborales…
Me emociona pensar como estos y otros aparatos son testigos mudos del paso inexorable e inevitable del tiempo y del «progreso». Saludos amigo.
Emotiva exaltación de aquel cubículo que albergó tantas conversaciones, tantos hilos cargados de verdades, medias verdades o simplemente mentiras, fueran piadosas o no; tantos momentos distintos en los que una multitud de emociones se agitaban en nosotros en aquellos años en que la comunicación verbal a distancia pasaba necesariamente por la famosa cabina telefónica. Leyendo el artículo, me ha venido a la memoria la película «La cabina» (1972), dirigida por Antonio Mercero y protagonizada por José Luis López Vázquez y no he podido desembarazarme de aquellas inquietantes imágenes que representan a una cabina que encierra a sus usuarios y les impide salir, convirtiéndose así en féretros ambulantes que acaban siendo depositados en oscuros y sórdidos almacenes. Y la evocación de esas imágenes me ha dibujado un contrapunto onírico con los sentimientos y experiencias protagonizadas por cualquiera de nosotros con ese artefacto de nuestra infancia y juventud.