Uno decide capear la atonía de la tarde de un domingo mariposeando aquí y allá, entre las páginas de un libro y una decena de señuelos soltados en internet para que el músculo flácido de la curiosidad se traslade al dedo clic y nos lleve a la deriva por olas inacabables de enlaces y más enlaces, para terminar agotado de inutilidad pero victorioso frente al ataque silencioso de la abulia. Sin embargo, he aquí que me encuentro, en uno de esos vaivenes de anzuelos digitales, con la historia de Philippe Lançon, el escritor que sobrevivió al ataque a Charlie Hebdo, y entonces la curiosidad cede paso al sobrecogimiento y lo que era navegación frívola se convierte bisturí interesado en la experiencia de la situación límite y en la anatomía de la fortaleza anímica.
Hacía unos meses que había leído algo sobre la publicación de La levedad, una novela gráfica de la dibujante Catherine Meurisse, otra superviviente del mismo atentado, aunque afectada por circunstancias diferentes: Lançon fue tiroteado por los terroristas, y Meurisse llegó tarde a la redacción y esa demora le salvó la vida.
Ambos han utilizado la publicación de su producción literaria y gráfica para exorcizar un estado extremo de dolor, algo que parecía imposible tras la tragedia. Y tanto uno como otro han hecho un servicio impagable a la humanidad radiografiando lo que pasa por la cabeza de quienes han sido sometidos a una sacudida física o emocional tan terrible.
A mí, por ejemplo, me admira la crónica de Catherine Meurisse de su intenso viaje para recuperar su identidad, perdida entre los cadáveres de sus compañeros. Tuvo que reconstruirse, curarse del shock del terror de Charlie Hebdo, y eligió otro shock para hacerlo, el shock de la belleza. Acudió a Roma a sumergirse en la crema del arte universal y embadurnarse de la emoción estética suficiente que le desdibujara los bordes afilados de la muerte. Y no le resultó nada fácil. Según cuenta, todo le hablaba de violencia: las estatuas mutiladas, la luz tenebrosa de Caravaggio… Pero debió de ser esa corriente dormida que inyecta energías al deseo de vivir lo que se le fue despertando mientras recuperaba sus ganas de dibujar y su ilusión por el proyecto de contar en una novela gráfica la lenta reaparición de la luz y el color en su vida. Así nació La levedad.
Lançon ha debido reconstruirse incluso físicamente. Los terroristas le desfiguraron el rostro. Y con la herida existencial supurándole constantemente, se ha enfrentado a la renovación de su identidad, a prometerse a sí mismo acercarse al nuevo yo que es hoy y que todavía −dice− no conoce bien. Para ello también ha escrito un libro, Le lambeau, en cuyas páginas, según cuenta el periodista del que he tomado la información, Borja Hermoso, se desgrana un duro pero vibrante relato de azares, desgracias, consecuencias, reflexiones y aprendizajes.
Pero lo que la mente de Lançon va destilando acerca del hecho trágico es tan digno y, me atrevería a decir, tan doctrinario que no me resisto a reflejar algunos de sus pensamientos. Declara: «Pienso que quienes nos atacaron eran pobre gente y en sus cabezas vacías entraron monstruos activados por terceros que sí eran conscientes del mal. No siento odio por los hermanos Kouachi, aunque no acierte a explicarme su acción. Cambiaron mi existencia, todo ha sido muy duro, pero no he pensado en el suicidio y no me considero un héroe, soy hijo y forja de las circunstancias.»
Cae el domingo, y de la ebriedad del fisgoneo tonto en la realidad virtual he pasado a un estado de satisfacción moral: el que me proporciona haber acompañado a estos dos titanes a recobrar su identidad escuchando sus historias con sumo interés. Ahora me queda leer sus libros, es lo menos que puedo hacer.
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