Visión delirante de Las Canteras (II)

Esta vez fue Millás quien me llamó y contaminó la mirada absorta sobre la playa. Me recuerdo preso de un sopor que fue envolviendo los sentidos hasta dejarlos a expensas del delirio. Cuando sonó en mi cabeza el teléfono, no me sobresalté, ni hice por atender ningún dispositivo. Solo dije ¿sí? Y me habló Millás. Me preguntó si ya estaba sobre ella. ¿Sobre quién?, le dije. Sobre la ola. Ah, le contesté. Puede que sí, añadí. Entonces cierra los ojos, me dijo, y solo usa el pensamiento para evocar a Octavio Paz. El resto, para ella, para la ola. Yo te estaré viendo y contaré lo que te ocurre, terminó.
Y fue así como me acosté sobre una ola, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre mi pecho. Noté que reposaba sobre una humedad llevadera, que no penetraba en la piel. Había aprovechado una ola liviana que moría y resucitaba con la suavidad de la bajamar. Sentía las ondulaciones del arrullo y en cada viaje desde altamar a la orilla aquel ambiente de sal y densa maresía agregaba nuevos ingredientes a mi nueva identidad.
La incansable melodía del rugido constante, el respeto por la placidez que me brindaba aquella ola, el figurado brillo de las estrellas durante la noche, la sensación de conquista de la inmensidad, todo parecía convocado para llenar de gozo la definitiva estancia en el mundo.
Cuando ya creí desaparecido el límite con la vida real, una ondulación más brusca de lo habitual pinchó en la burbuja mullida de aquella quimérica felicidad. Y comencé a aburrirme. No lo puedo expresar de otra forma. Era un aburrimiento supino toda aquella bocanada de belleza. No podía digerirla. O no sabía. Y noté el leonino bostezo de mis neuronas.
Con los ojos entreabiertos recordé que Millás me había hablado de Octavio Paz. Giré levemente la cabeza y comprobé que todavía estaba sobre ella, sobre la ola. Cerré de nuevo los ojos y estiré los brazos posando las palmas sobre su superficie espumosa. La señal era clara. La única forma de combatir el aburrimiento era enamorarla. Pero no allí, en la majestad del mar. No, necesitaba enamorarla en la intimidad de una casa.
Entonces me incorporé, contemplé su torso sensual y turgente, la metí dentro de una mochila y me la llevé como un vulgar secuestrador hasta mi apartamento. Y si ustedes, amables lectores, quieren saber qué fue de ella, no dejen de leer el cuento de Paz. Mientras tanto, yo voy a ver si me despierto y llamo a Millás para que me cuente lo que acaba de ver.

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