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Poetisas que vivieron

Anne Sexton, Sylvia Plath, Teresa Wilms, Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni, Violeta Parra. Una hebra tenue de poesía las cose a la vida, que dejaron precipitadamente para adentrarse en la neblinosa estancia de cuya incertidumbre dieron fe sus propios versos. No admiramos el valor o el quebranto para replegarse a la sombra de la eternidad de estas mujeres que lucharon contra sus monstruos y que hicieron de la derrota un monumental homenaje al laberinto que nos habita a los seres humanos. Ni admiramos el mito, el esplendor de la tragedia que rodea el día de su partida. Dicen que Anne Sexton se fue el mismo día que se entrevistó con su editora para coronar su última y valiosa obra. Teresa Wilms, alentada por sus trastornos y poco tiempo después de presenciar el arrebato de un enamorado admirador que se descerrajó un tiro frente a ella. Alfonsina Storni, ya saben, alimentando la leyenda de su dulce abismarse en el mar. Y así tanta épica, Violeta y el disparo maldito antes de su actuación; Alejandra, y la desobediencia de su cordura; Sylvia, las fuerzas que emigraron.
Las admiramos porque el poderoso músculo de su poesía, la sensibilidad y el atrevimiento para desnudar su angustia y ofrecérnosla con la clarividencia de quien sabe mirar por debajo de la superficie han logrado convertir su partida en una locura sabia, una equivocación magistral, una caída a un pozo de luz.
Hay una huella de amante intensa, amante del amor y de la vida, que me apoca y arrincona la visión sesgada que como hombre he podido construir sobre el hondo latido de las cosas que pasan a mi alrededor. No son heroínas pero ¿cómo llamar a quienes tiran de mi melancolía y me la llevan a rociarles versos como pétalos de crisantemos sobre su recuerdo?
Es un acto de justicia que no responde a ningún aniversario, ni a ninguna coincidencia simbólica. Es una pulsión de fanático por el corazón erudito de mujeres que supieron bucear en las calderas de la existencia y que se dejaron quemar felizmente supurando de brillo a través de sus poemas.
Converso con ellas porque han dejado versos como puentes, para saltar al otro lado, donde han de estar celebrando que no hay invierno celestial que eclipse la esencia de lo que fueron sus primaveras.
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Los hijos de Palestina

Solomon Green estudia en la Universidad Humboldt de Berlín. Llegó hace un año de Israel y tomó la decisión de cursar el Euromaster guiado por las recomendaciones de sus profesores, que han visto en él un genio potencial para los negocios, y por una vaga idea de reconciliación con sus orígenes, ligados a la Alemania de principios de siglo XX. Aanisa Atalah cursa el posgrado de Art in context en la Universidad de las Artes de la capital germana. Procede de Jericó, una de las gobernaciones del Estado Palestino en Cisjordania. También fueron sus familiares quienes observando la condición virtuosa de su arte pictórico la enviaron a Berlín para que completara sus estudios.
Aanisa y Solomon se conocieron en la StaatsBibliothek. Ella estaba sentada en una silla ancha, frente a una mesa con amplio espacio para su portátil y sus documentos de consulta. Él había llegado más tarde. La biblioteca estaba atestada y no hacía sino dar vueltas y más vueltas a la espera de encontrar un asiento o haciendo tiempo para que alguien se levantara. Pasaba una y otra vez cerca de Aanisa y ella se percató de la recurrencia y de su desesperación y de su agotamiento. Entonces le hizo una seña y le dijo que se sentara junto a ella hasta que encontrara un sitio desocupado. No estaban cómodos, especialmente él, que miraba con cierto reparo el hiyab negro que cubría la cabeza de la muchacha. Pero acabó aceptando la nueva situación y pasado el tiempo renunció a levantarse, seducido por la compañía y el interés de lo que estudiaba ella.
Quedaron en más ocasiones y fraguó una saludable y grata amistad que le permitió a él invitarla a una visita al campo de concentración de Sachsenhausen, a las afueras de Berlín. Recorrieron el campo sobrecogidos por las atrocidades que iban conociendo. Hacía frío, un frío tan cortante como el silencio que solo quebraba la voz del guía. Regresaron cabizbajos a la capital y se despidieron en la estación de Hauptbahnhof. Fue ella la que lo abrazó y lo retuvo durante un rato junto a sí. Antes de despedirse, Aanisa se desprendió del hiyab para arreglarse el cabello. Él la observaba con una admiración diferente y le pidió que se mantuviera sin el pañuelo durante unos instantes. Luego fue él mismo el que terminó ajustándoselo.
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Visión delirante de Las Canteras (II)

Esta vez fue Millás quien me llamó y contaminó la mirada absorta sobre la playa. Me recuerdo preso de un sopor que fue envolviendo los sentidos hasta dejarlos a expensas del delirio. Cuando sonó en mi cabeza el teléfono, no me sobresalté, ni hice por atender ningún dispositivo. Solo dije ¿sí? Y me habló Millás. Me preguntó si ya estaba sobre ella. ¿Sobre quién?, le dije. Sobre la ola. Ah, le contesté. Puede que sí, añadí. Entonces cierra los ojos, me dijo, y solo usa el pensamiento para evocar a Octavio Paz. El resto, para ella, para la ola. Yo te estaré viendo y contaré lo que te ocurre, terminó.
Y fue así como me acosté sobre una ola, con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre mi pecho. Noté que reposaba sobre una humedad llevadera, que no penetraba en la piel. Había aprovechado una ola liviana que moría y resucitaba con la suavidad de la bajamar. Sentía las ondulaciones del arrullo y en cada viaje desde altamar a la orilla aquel ambiente de sal y densa maresía agregaba nuevos ingredientes a mi nueva identidad.
La incansable melodía del rugido constante, el respeto por la placidez que me brindaba aquella ola, el figurado brillo de las estrellas durante la noche, la sensación de conquista de la inmensidad, todo parecía convocado para llenar de gozo la definitiva estancia en el mundo.
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