En el fondo lo que sucede es que me estoy volviendo maniático. Ya lo avisaban los augures: vejez y manía, por la misma vía. O sea que no se tomen en serio esto que digo. Es un ramalazo de impertinencia.
Pero que yo pregunte con toda la discreción del mundo por unos calcetines térmicos y una dependienta (hablo por ellas porque habitualmente son las que se dirigen a mí de esa manera) me conteste en modo urbi et orbi: «No, mi amor, térmico no nos queda nada, lo siento, cari» desata una sacudida inevitable en mis receptáculos dedicados a la lisonja. Podría deberse a la condición zalamera de esa empleada que ha visto en el uso de esas ternezas su principal señuelo para triunfar en su cometido. Pero he aquí que voy a una librería y otra muchacha me ayuda a localizar un libro: «En la segunda mesa, vida, lo tienes juntito a ti, cari». Sin poder evitarlo me pongo en guardia. Y espero a la próxima andanada de carantoñas. Y llega: «Un café, por favor», «enseguida, tesoro, ¿corto o largo?» Entonces concluyo con una fatídica evidencia: es una epidemia.
Ya habrán supuesto cuál es la perreta mental que me entra ante tal exhibición de zalamerías. Pues se equivocan. El grueso de mi rabieta reside en carecer de reflejos para contestar adecuadamente y sentirme liberado de la manía. Porque lo suyo sería proseguir el diálogo con la dependienta en estos términos: «Ah, qué pena, cuchi cuchi, ¿y algún calcetín parecido para guarecer estos piececitos delicados, corazón». O agradecer a la librera su ayuda: «Gracias, pichurri, lo tenía delante, qué torpe soy, vida mía». O completar mi pedido en la cafetería: «Lo quiero largo, cuqui, y con sacarina, linda».
Y ya puestos, iría conquistando terreno hasta dirigirme a mis dependientes o dependientas de forma elevada para sacar de la banalización las carantoñas gastadas. Le diría, por ejemplo: «Oh sol que hace las frutas, que cuaja los trigos, que tuerce las algas, ¿te queda algo en calcetines térmicos?».
Pero como soy un maniático me callo, me abochorno y me voy con toda la ñoñería verbal a mis espaldas, pesándome como una joroba, y esperando que nadie se dé cuenta de que el sapo al que las dependientas han dedicado sus ternezas jamás será príncipe.
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