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La Palma: el infierno estatal

 

 

La isla bonita se ha convertido en la puerta de entrada al inferno; no por la erupción volcánica, o quizás sí en términos físicos (fincas arrasadas, vidas rotas, giros inesperados, lágrimas, desesperación, frío, dormir en el coche o en un pabellón; nuevamente frío). Temo más a la gestión política, que a la lava infernal del volcán; un volcán vomitando su bilis es como un niño que tira espaguetis por la ventana. Si fuésemos un Estado como Dios, y el derecho natural, manda no temeríamos por nuestras vidas, ni por nuestras casas y fincas arrasadas que, ya, son cosa del pasado. No habría miedo en un Estado protector, paternal, social y de Derecho; pero, qué cosas: el Estado ha muerto en La Palma. Ha quedado calcinado debajo de la lava, junto a la dignidad y los recuerdos de los más débiles. Lo más sagrado para uno es su hogar, pues ya no hay hogar; y el Estado sanchista prefiere una foto metiéndose un plátano en la boca (jamás he visto a alguien comer tan forzado; sé más natural y disfruta de aquello a lo que, supuestamente, quieres defender y/o promocionar) y mil periodistas alimentando el ego del líder. Iván Redondo no lo habría hecho así, estoy convencido: es lo que tiene expulsar a los inteligentes de tu vera, Pedrito. Supe desde el minuto uno que La Palma se convertiría en Lorca, casas arruinadas y vidas resquebrajadas por una limosna estatal que pretendía cubrir las necesidades de los damnificados (como ya hicieron en Lorca). Ojalá me equivoque, y ayuden a los damnificados como haría un Estado, de verdad, con sus hijos (muchos viudos o hijos de viudas).