Ítaca
Salimos del túnel. Vemos la luz. El hospital de mi infancia, a lo lejos. Asoma el mar. Ya tenemos mil toneladas de agua salada, encima. El mar andrógino, dios de las narcosirenas. Giro la mirada. El puente figura como una roca casi imperfecta de las políticas urbanísticas. Las montañas se elevan. El puente no es un puente, nunca lo fue. Las montañas, sí, montañas secas que vieron sufrir a Doña Ana (la abuela de Corina) cargando mil cajas de tomate con la mirada clavada en el suelo. Los cabellos movidos por el mar y los ojos cerrados por el aire cargado de tierra. La carretera, ya, no es lo que fue. Ahora, está más dura, más humana, menos primitiva, más generosa con los automóviles que van para Las Palmas o para Ítaca.