Los ves tirados en el parque. Juzgas a esos personajes como si no existieran en tu mundo. Parece que no hacen nada, no son sociedad. El porro les da categoría de vagos, y más si se lo fuman en un parque infantil con los colegas. Estaba confundido. El porro o el parque no dejan de ser el opio, con el que calman las doce- o catorce- horas de trabajo duro- casi tóxico-. También es cierto, que no todos los chicos de barrio trabajan: ni doce horas, ni dos segundos. Dedican sus horas (a) algunos a contentar a la parienta, (b) otros a cascársela excitados por la luna, (c) y otros muchos a levantar la economía de la nación, una labor que quita el sueño. Despiertos, estos chicos de barrio, pactan con los efectos oníricos del porro: trabajan, se queman currando y se refugian en el porro. O en el parque y sus conversaciones sin palabras. Para ellos, y para una parte de mí, el parque es la nueva iglesia, la iglesia de la salvación.
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