Abrazo al maestro de la molécula maestra, al hombre de la dosis perfecta que lee este texto, mientras recibe mi cariño en forma de abrazos, abrazos, abrazos como rayos solares. Porque las palabras son como el sol: iluminan, producen placer. Tumbarse al sol y/o escribir es lo mismo. Son momentos de placer, y como todo placer hay que controlarlo. El placer es un veneno que se vuelve nocivo en la dosis, como he aprendido de vos. Escribir, ¡qué verbo tan universal! El escritor, el que inventa historias y universos es un poco Dios. Un dios que conoce a Dios, que es el ingeniero que une esos puentes: esas historias: esas vidas: esos verbos que se vuelven carne y pescado para que unos amigos de África celebren una fiesta alegre, a pesar de las lágrimas y la incertidumbre. Lloré. Celebrar una fiesta a pesar del luto y la miseria es una odisea como las de Antarah ibn Shaddad. África es una escuela para el ego. Mi ego se ha convertido en una camisa sucia, que limpio casi todos los días con detergente Omo y agua.
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