Síndrome de Jerusalén

No te culpo de mi mal, cantó un gitano bajo la sombra de un olivo. Estoy perdío. He venido a Jerusalén a reconciliarme con Dios, o conmigo mismo o con los otros. Me siento observado. No puedo dejar de cantar. Estoy en la tumba de Cristo. Le acaricio la carita a esa piedra que protege el cuerpo del sabio. Los otros me miran: disimulan, malamente. Me siento mal. Abrazo la piedra perfecta, mientras se forma una sonrisa dorada en la piedra. Es Cristo, sentenció un turista japonés. Esto es un milagro, lo sé: es un mensaje por el que debo predicar la palabra del señor en las playas, en las puertas de las universidades y los institutos: en los burdeles. Allá donde haya mal estaré con mi voz para evangelizar el mundo. Todo debe ser evangelizado. Han pasado diez años. He fundado una religión. Soy el mesías. Cristo fue. Ahora soy yo, en nombre del Padre, del Síndrome de Jerusalén y el Espíritu Santo.