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Googlitud

Ese rollo de la intimidad es una bobería en términos prácticos. Google ha acabado con la intimidad. Las gentes del armario o las personas de dobles/triples vidas o el fetichista de turno están condenados a la transparencia. Ellos mismos o cualquiera de nosotros se condena a la transparencia, cuando busca un video subido de tono- y de todo-, o cuando mantiene una correspondencia donde los plátanos y los onanismos son primeros actores de un video casero remitido- vía Whatsapp-.

 

Todo lo que buscamos en la red con el fin de descargar nuestros deseos o nuestra ira contra el cabrón de turno se almacena en una cajita muy hermosa- algunas veces de procedencia rusa o americana- con nombre de gobernanta anglosajona. Big Data. En la Big Data está todo el mundo, desde el cura de la parroquia que te come la oreja con no fornicar antes del matrimonio hasta los dedos gruesos de un juez tanzano. Dedos que entran y salen del Tribunal Superior de Dodoma (tercera ciudad más grande de Tanzania, rima con Sodoma) enfrente de una cámara que te observa y un ordenador que lo almacena todo.

 

En resumen, tus claroscuros está en manos de cualquier informático imberbe con intenciones de chantajear o pasar la tarde vacilando.

 

En Canarias se escandalizan con las grabaciones a personajes públicos. Más escandaloso es hacer tu vida enfrente con un ordenador o un móvil. Somos perros de una nomofobia que nos controla. La Ley podrá prohibir o limitar lo que crea conveniente, pero la realidad virtual está al margen de la legalidad y la moral. Es un gangster cotilla. Lo virtual almacena tu ubicación, tu historial, tu todo. Mientras escribo, un informático me sonríe. «Ten cuidado con lo que escribes, que tarde o temprano le venderé tus cartas al diablo».

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Werther

Werther ha muerto. El amor de mi vida ha muerto. Lo he amado con todos los elementos celestiales y circunstanciales posibles, me habría convertido en el Anticristo por él. Pero, él ya no es él. Fue el hombre y la mujer de mi vida junto a Dios. Su mirada era la de un Cristo llorando ante el aura de María Magdalena, su mirada era un prado donde habría soñado con decirle: Te quiero. Fui cobarde, fui esclavo de los falsos moralistas. Sí, falsos somos todos los moralistas. Amamos, pero tras los portones y los sótanos escondemos azufre y semen. Lo mío con Werther no fue azahar: es amor platónico o más bien agustino; era mi Dios, aunque él no supiera de ese poder. ¿Debería haberlo sabido? Quizás, sí. Quizás, no. Quizás, la respuesta se la llevó la muerte y el tiempo. Es tarde para besar los labios secos e ilustrados de mi amado. Creo que puedo amarlo como quien ama a un Dios que no se ve; si lo viera estaría- y lo está por desgracia- encima de una nevera. Unas cenizas que fueron un cuerpo duro, una mirada maravillosa, unos muslos que nunca rocé. Una ángel que amé, callado.