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La noria de don Benito

 

Se ha cumplido el centenario de la muerte de Galdós en una semana que parece extraída de uno de los capítulos más gráficos de los muchos que nos contó don Benito tanto en sus novelas contemporáneas como en sus Episodios Nacionales. Los intereses partidistas, las reivindicaciones territoriales y la distancia del pensamiento europeo que mantienen las clases dirigentes, hacen que los argumentos sean codazos, exageraciones, planteamientos de un futuro apocalíptico y, en fin, marrullería en la que florece la negación del otro, porque, lo mismo en la I República el asunto se embarulló porque no hubo forma de llegar a acuerdos entre unionistas, federalistas y cantonalistas de vértigo, ahora no hay consenso entre los que quieren un Estado único y tampoco quienes reivindican la independencia de un territorio parece que tengan en la cabeza la misma idea y similar camino para conseguir su propósito. En realidad, vivimos tiempos galdosianos cuando ya llevamos consumida una buena parte del siglo XXI.

Llama mucho la atención que, en la prensa nacional, se destaque en estos días la multitudinaria asistencia del pueblo madrileño al entierro de quien había retratado como nadie una ciudad que empezó a serlo de verdad en sus novelas. Era un pueblo con una gran índice de analfabetismo (como toda la España de entonces) y por lo tanto no leía, pero conocía las historias galdosianas porque entonces quienes sabían leer solían hacer de altavoces de los libros. En su muerte, fue el pueblo quien realmente mostró sensibilidad y agradecimiento, sin pararse a medir glorias literarias, pero intuyendo que se iba uno de los grandes adalides de la cordura en un país en el que parece que el pensamiento enloquece de servilismo a los poderes de siempre. Algunos amigos sinceros, como Unamuno, asistieron por respeto y amistad, pero se cuenta que hubo empujones de las distintas facciones políticas para acompañar al féretro, y por la capilla ardiente pasaron todas las personalidades que querían ser mencionadas en el periódico del día siguiente, aunque la mayor parte detestaba la clarividencia de Galdós, porque los ponía frente al espejo de su mezquindad.

Hay dos detalles curiosos. Uno es que el fervor popular pedía que Galdós fuese enterrado en el centro de la Plaza Mayor, así de admirado era un hombre que se lo dio todo a Madrid. Por suerte, semejante exageración ni siquiera fue tenida en cuenta, y Galdós reposa desde entonces en la parcela que tenía la familia Hurtado de Mendoza en el cementerio de La Almudena. Lo segundo que resulta llamativo es que el rey Alfonso XIII propició una especie de funeral de Estado, y eso que Galdós fue republicano confeso, pero el poder quiere siempre adornarse con todo lo que pueda. Ya se habían hecho pompas fúnebres que más parecían fastos de coronación cuando, treinta años antes, murió el dramaturgo José Zorrilla, y el rey exigió expresamente que se le hiciera a Galdós un funeral y un entierro tan institucionales como a los poetas José Quintana y Ramón de Campoamor. Lo bueno de todo esto es que el Estado corrió con los gastos del entierro, asunto que en las dificultades económicas en las que murió don Benito no era cosa menor. Al final, ese gran funeral que se pretendía de Estado fue arrebatado por la gente de Madrid, que supo estar a la altura de la sencilla dignidad que merecía Galdós.

Capítulo aparte son los difíciles últimos años del novelista, que, ciego y con una arterioesclerosis terrible, se veía impelido a seguir escribiendo para sobrevivir, porque entonces -por desgracia, como ahora- su inmensa obra solo se vendía a un escaso número de personas, a pesar de su enorme popularidad, aparte del trato “peculiar” que le dispensó Editorial Hernando. No obstante, nuestro paisano siempre tuvo el socorro de los más cercanos, como Ramón Pérez de Ayala y los Hermanos Álvarez Quintero (adaptadores al teatro de algunas de sus novelas), que mitigaban su soledad postrera con visitas a su cabecera, triste e injusto final para alguien tan generoso. El Galdós autónomo que en su juventud había recorrido media Europa y quiso enseñar a España la decencia de una convivencia más justa, era entonces un anciano enfermo y sin luz, pero nunca perdió la capacidad para analizar la laberíntica realidad española y para crear personajes que nos contaran cuál era la realidad que no salía en los periódicos y que raramente llegaba a los consejos de ministros (dictaba a un ayudante y a algunos de sus amigos porque ya sus ojos y sus manos se habían agotado).

La lección que nos da este centenario es que las sociedades suelen ser injustas con quienes les insuflan alma, y ahora, cien años después, genera una sensación agridulce que se le ponga su nombre a una gran biblioteca, que lo declaren hijo adoptivo o predilecto o que la dirigencia local y estatal ande a codazos para salir en las fotos como el día de su entierro, cuando demuestra con sus actos que no ha leído a Galdós o lo ha leído muy mal. Si don Benito levantara la cabeza, no sé si se negaría en redondo a que su nombre fuera utilizado o, con su inteligencia superior y su sabiduría ilimitada, se lo tomaría “a la inglesa”, como haría su admirado Dickens, y volvería a su grandeza literaria y humana ironizando para sí: “España sigue girando en la misma noria”. Justo lo que él quiso cambiar.

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La Misa del Gallo (Cuento de Navidad)

 

A mi solicitante:

Me pide usted que escriba un cuento de Navidad, y en una tierra en la que apenas nieva y diciembre puede ser un soleado día de playa, resulta difícil ponerse en la situación que estuvo sin duda Oscar Wilde y, sobre todo, Charles Dickens, y entre el frío polar y la nieve que están ausentes ¿debo imaginan a un malvado cargado de avaricia como el Señor Scrooge o la estatua de un príncipe con sentimientos humanos? Pero no solo es que los autores mencionados hayan dejado el nivel muy alto, es que también han usado la Navidad como atrezzo de sus historias desde Tolkien hasta Andersen y desde Hoffmann hasta Louisa May Alcott en su incombustible narración Mujercitas, hay relatos de Navidad salidos de las plumas más encumbradas, ¿y usted quiere que le escriba un cuento de Navidad? Cumplo ese deseo bajo su responsabilidad:

La Misa del Gallo

Durante mi niñez, vivía con mi familia en una pequeña aldea de las montañas, y es verdad que en diciembre el frío inclemente se presentaba siempre, y a veces podían verse briznas de nieve sobre las cumbres del suroeste. No recuerdo cuando empezaron a llevarme a la Misa del Gallo, que se celebraba siempre en la pequeña iglesia del valle; supongo que desde que era un bebé, pero yo empiezo a tener recuerdos de ello hacia los cuatro o cinco años. Del techo del templo colgaban dos lámparas de araña, pero solo encendían las bombillas unos días en primavera, cuando traían un pequeño grupo electrógeno para las fiestas de la patrona. En Nochebuena, la iglesia se alumbraba con luces de carburo colgadas a ambos lados, y un número indeterminado de velas de cera iluminaban el altar hasta tal punto que esa noche no se echaba en falta la luz eléctrica. Llegábamos tiritando después de caminar casi siempre bajo la lluvia fina tan propia de final de año; las prédicas del sacerdote sobre la alegría que era el nacimiento de un niño en Belén las recuerdo con el frío y la humedad clavadas en las espaldas de la memoria.

El Día de Nochebuena de mis siete u ocho años, el párroco encargó a varias feligresas que hicieran correr la voz de que, de manera excepcional, ese año se adelantaría la Misa del Gallo a las diez de la noche, porque él tenía que ir después a sustituir al celebrante en la parroquia principal de la comarca, que se había puesto enfermo, y esa hora de misa no podría cambiarse porque asistirían el alcalde, el sargento de la Guardia Civil y el juez de paz con sus familias. Así que, fuimos a la misa adelantada y regresamos a casa más pronto que otros años.

La mañana del Día de Navidad, unos gritos llorosos me despertaron con las primeras luces del amanecer. Engracia, una de las vecinas, gemía como una plañidera bien pagada ante el estupor de mi madre:

-¡Nunca pensé que mi prima Violeta me diera esa puñalada a traición!

A pesar de mi corta edad, imaginaba que Violeta, a quien yo tenía mucho apego porque echaba monedas en mi hucha de barro cada vez que le hacía un recado, habría perpetrado un crimen terrible, una acción de una gravedad inaudita, una maldad de magnitudes bíblicas que, según gritaba Engracia, solo podría perdonar el Santo Padre de Roma.

-¡Y precisamente en Nochebuena! -Volvía a lamentarse.

-¿Pero qué ha pasado, Engracia? –inquirió mi madre, seguramente tan confusa como yo, que escuchaba de lejos, todavía medio dormido.

-¿Que qué ha pasado? El cura encargó a Violeta que avisara por esta zona que se adelantaba la Misa del Gallo, y dejó mi casa atrás; así que me presenté en la iglesia a las doce y estaba cerrada a cal y canto.

-Es que el párroco tuvo que irse a decir otra misa –le aclaró mi madre.

-Claro, y la única familia que faltó este año a nuestra Misa del Gallo fue la mía; ¡qué vergüenza!

-Violeta se despistaría, mujer –trató mi madre de suavizar su furia-, estas cosas pasan cuando surgen de improviso.

-Pues será de improviso, pero a mi prima le he echado una maldición que como le caiga…

-Engracia, maldecir es pecado.

-Más pecado es dejar en ridículo a la única familia del valle que no asistió a la Misa del Gallo. Ya verán cómo muy pronto le cae la maldición.

Yo no tenía edad para entender todo aquello de su furia y menos lo de la maldición, pero sí me di cuenta de que mi madre estaba tan perpleja como yo. Nunca tuve noticia de que le ocurriera desgracia alguna a mi vecina Violeta. Sí que recuerdo que, unos días después, le tocó el Gordo de la lotería del 6 de enero, con un décimo que le mandó su hijo de Sevilla, donde estaba haciendo el servicio militar. Esto fue también muy importante para mí porque luego, cada vez que me enviaba a hacer un recado, en lugar de una moneda metía un billete doblado por la ranura de mi hucha de barro. Debe ser que el Santo Padre de Roma debió perdonar el terrible pecado de olvido de mi vecina Violeta.

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Nunca serán un extranjero, payador.

 

(En memoria del cantautor Rafael Amor que ha fallecido hoy en su añorada Argentina a la edad de 71 años).

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Eran los años setenta y primeros ochenta del siglo pasado, cuando la noche parrandera empezaba con un churrasco en cualquier asador argentino o uruguayo o en la Pizza Real, pionera de la comida italiana en la oferta gastronómica de Las Palmas de Gran Canaria. Luego seguíamos por diversas rutas, unas veces el Guatativoa, otras La Carreta o, ya más al final de la época, en Medio Mundo. Fueron muchos los nombres que entonces trajeron la poesía cantada que miraba al otro lado del Atlántico, como Rafael Amor, Los de la Banda Oriental y otros grupos de paso, como Gauchos 4, que nos llenaron de canciones uruguayas de Zitarrosa, Viglietti y los Olimareños, y de los rivales de la banda Occidental del Río de la Plata, desde las canciones de Ariel Ramírez a las memorias de cientos de vagualas, chamarritas, zambas y chacareras. No quedaron atrás el arte de Yupanki, la cueca de Chile, la valentía de Violeta, la rabia por Víctor Jara y la enciclopedia andina de Los Calchakis.

No fueron una, ni dos, ni tres las noches que Rafael Amor se sentó con el grupo de noctámbulos (y noctámbulas) para remachar la noche con el cubata (bebida oficial de las amanecidas) o cebando un mate que sacaba de su bolsa cuando el cubata rebasaba el baremo que separa la alegría de la derrota. Allí estaba Rafael, sin esconder su admiración por el inmenso José Larralde, con una barba tan grande como su sentido del humor labrado en el dolor del exilio, cuando la Operación Cóndor tenía en el punto de mira a los payadores que opinaban, como decía Jorge Cafrune. Era Rafael bajo y ancho, y cuando se sentaba en la banqueta desde la que cantaba con su guitarra se burlaba de sí mismo diciendo que era un huevo pinchado en un palillo. Su voz se rompía sin desafinar, llenaba la sala y reivindicaba a los desposeídos, que no tienen nacionalidad definida porque, por desgracia, los hay en todas partes. Y siempre cantaba No me llames extranjero que ahora, cuarenta años después, sigue siendo aún más vigente que entonces.

Y ahora Rafael Amor se ha ido, como Zitarrosa, Mercedes Sosa, Atahualpa, Cabral, Viglietti y una lista demasiado larga y dolorosa que fue entonces la luz al fondo del túnel de la esperanza en América Latina. Al menos ha muerto en su querido suelo argentino, que tantos años echó de menos desde muy lejos, incluso en medio de los cubatas y el mate de aquellas noches grancanarias. En nuestras noches, nunca fuiste un extranjero, Rafael, sino un amigo y un poeta de la canción comprometida al que siempre admiré. Ahora puedes reivindicar la igualdad  directamente y recordarle a Dios que los ángeles blanquitos han de jugar con la niña negra de tu poema. O tal vez estés agotado y solo quieras descansar. Haz lo que quieras, la eternidad es tuya, te la has ganado, querido y admirado cantautor. Gracias, Rafael Amor.