Arde la patria de nuestra niñez
El fuego nos quema el alma. Si, como dijo el gran poeta alemán Rainer Maria Rilke, la verdadera patria es la infancia, pasar los primeros años en una isla marca de una forma determinante. Haber nacido en un territorio continuo y amplio, sea en una aldea perdida o en una gran ciudad, crea una sensación de libertad inconsciente, aunque a veces sean humanamente inabarcables las posibilidades que ofrece un continente, porque es teóricamente posible echar a andar hacia cualquier lugar. Hoy podemos pensar en medios de transporte, pero esa posibilidad teórica de llegar muy lejos mientras nos aguanten las piernas es algo que nunca sentirá un ser humano que haya vivido su niñez en una isla en la que se tenga conciencia geográfica de la insularidad. No existe la misma sensación en una isla como Gran Bretaña, donde, además, está el centro de una sociedad fuerte, o en islas de gran extensión, que en una isla en la que al final de cualquier mirada está el mar. Nunca se pierde de vista esa gran masa de agua que nos separa del resto de la humanidad y que, paradójicamente, ha sido también el camino por el que llegar a los continentes y a otras islas. El hilo de nuestra cometa está sujeto a la isla, aunque vuele muy alto y muy lejos.