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La magia del tercer zapato

 

 

Aunque todos aceptamos que cada 5 de enero la magia existe, siempre nos queda la duda de si será un invento ya compartido con el viejo Santa Claus que fue vestido de rojo por una conocida marca de refrescos. Es que cuando entra la publicidad en los ingredientes, podemos hablar de logros, trucos y hasta milagros, pero queda muy lejos la palabra magia. Pero los Reyes Magos la llevan en su nombre, unos dicen que, por erróneas interpretaciones o malas traducciones, porque en realidad no eran reyes, y lo de magos tiene más que ver con su relación con las estrellas, pues parece ser que una estrella la que intervino en su mágico vieje. Cada vez me interesa menos, si era un cometa, si realmente los viajeros hablaron con el rey Herodes (demasiados reyes juntos), si eran tres o treinta, porque en los Evangelios solo dice que eran magos, con lo que sabemos que eran dos o dos mil, no dicen los evangelistas que fueran tres, aunque hay otra tradición que dice que eran cuatro, y el cuarto, Artabán, se perdió y no logró llegar nunca a Belén. O tal vez ese fuese el más mago de todos.

Una cosa sí puedo asegurar, la magia existe, no la de los ilusionistas que sacan conejos de la chistera, sino ese algo que está fuera del control humano que pone en funcionamiento mecanismos que, para muchos serán normales y explicables, pero que para la mayoría es más un impulso que un poder, no tocan con una varita mágica y aparece una dama de corazones donde no debía estar, es algo más sutil. Por eso, cada vez estoy más seguro de que esa magia existe y que, en nuestro ámbito vital, suele manifestarse el cinco de enero, aunque sus efectos pueden duran mucho tiempo, porque la magia, cuando es de verdad siempre es infinita. La vida me lo ha mostrado incontables veces. No se trata solo de que los camellos entren en un piso cuarto sin ascensor, que se coman las zanahorias y se beban el agua, que los magos tengan tantos rostros y atuendos como ciudades donde pasean en cabalgata, porque son emisarios, pero callan para no romper la magia, porque la magia de verdad está en reyes que son invisibles porque habitan en el corazón de la gente que ama.

 

Para demostrar esa magia les contaré una historia: Érase una vez una niña que ocupaba el lugar central en el orden de edad de sus hermanos y hermanas.  Sus padres encargaban a los reyes Magos juguetes, ropa y cosas de pinta, que eran muy importantes porque en el tiempo de esta historia los lápices de colores eran casi un lujo.  Los reyes se preocupaban de las hermanas y hermanos más pequeñitos, y también de las hermanas mayores, pero la niña de mi cuento se quedaba siempre en medio, muy olvidada, hasta el punto de que, en una ocasión, se olvidaron del todo, y no dejaron nada en sus merceditas que esperaban los juguetes en el zaguán. ¡Un desastre!

 

Cuando ya la gente menuda estuvo acostada, el padre de la niña de mi cuento se percató de que los reyes ya habían dejado los regalos y la zona del tercer zapato estaba vacía. A pesar de que era una noche fría y lluviosa, el papá se puso la chaqueta, cogió el paraguas y se echó a la calle, a ver si lograba alcanzar a los Reyes Magos para que repararan el olvido que habían cometido. Pero ya los Reyes estaban muy lejos, en otra isla y este hombre emprendió el regreso a su casa, desolado. Al pasar por la Calle Mayor, vio que quedaban algunos feriantes, de los que vendían juguetes para completar los encargos. Preguntó a uno de ellos, pero no quedaba un solo juguete, pero le dijo que a la señora vestida de roja que estaba yéndose por el fondo de la calle se la había quedado sin vender un Pepón, que así llamaban a los muñecos desnudos que entonces estuvieron muy de moda.

 

Sin pensarlo dos veces, el papá alcanzó a la señora y le compró el único Pepón que le quedaba. Todavía el plástico no había llegado, y el padre extremó cuidado para proteger al Pepón de la lluvia, porque era de cartón y se podría deshacer con el agua. Cuando llegó a casa, se lo enseñó a la mamá de la niña de mi cuento, que inmediatamente buscó retales sobrantes de costura y se puso a coser a máquina camisas y pantalones de muchos colores y hasta unas zapatillas. Estuvo cosiendo hasta que empezaba a amanecer. Cuando tuvieron muy bien vestido al Pepón y con una muda de cambio, lo acomodaron con su ajuar junto a sus merceditas. La niña se despertó con el resto de sus hermanos y hermanas, y su Pepón vestido era el juguete más lucido del zaguán. Recordaría siempre aquel muñeco único que apareció vestido de gala en sus zapatos de Reyes la madrugada de un lejano 5 de enero.

 

¿Ven por qué creo en la magia? Porque es convertir los buenos deseos en buenas obras. Se pueden cometer errores, porque somos humanos, pero siempre aparecerá eso que no sabemos dónde anida y que nos impulsa a hacer cosas que para otros son mágicas. Por eso sé que la magia reside en los corazones de la buena gente. Les deseo un año mágico, siempre ocurre algo que ilumina una zona confusa de nuestra vida. Como ven, la magia de verdad existe.

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Hay que cumplir con Heráclito

 

Se acaba el 2024, uno de esos años que decimos que pasa sin pena ni gloria, de los que nos llevan a desear entre las doce uvas hacia 2025 lo de “virgencita, que me quede como estoy”. Es verdad que parece así, pero también que algo ha cambiado, porque si una cosa es segura es que en el Universo la palabra cambio es la reina. No puedo negar que, como buen bisiesto, acogió los Juegos Olímpicos, en París por tercera vez en la era moderna, y eso que los segundos juegos parisinos fueron hace exactamente un siglo; también se celebró otra Eurocopa, que ganó España por cuarta vez, Nadal se retiró oficialmente (poco Nadal quedaba desde hace un par de años) y, si les digo la verdad, no recuerdo quiénes ganaron los Oscars, pero se celebraron, y hubo ganadores, como en los Nobel, el Cervantes y la reina del Carnaval. Siempre pasa lo mismo pero siempre es distinto. En la parte negativa, los perdedores son los mismos, desde Gaza hasta la frontera norte mexicana y desde Ucrania hasta la República del Congo. Lo que no debemos olvidar es que también hay víctimas de la avaricia y la crueldad en la rutilante New York, en la casi mítica Tokio, lo mismo que en Bombay o Haití, como ya son una lamentable tradición. Es que el mundo es injusto; que unos prosperen no debería ser causa de que otros se hundan en la miseria.

 

El cambio universal también nos ha traído cosas buenas y malas, desde los desastres naturales a la desidia de los gobernantes, el reinado de las armas y el drama de la inmigración irregular, que será ilegal y todo lo que se quiera, pero que cuesta vidas y sufrimiento. Los cambios por lo visto son a peor, porque al Primer Mundo, antaño dueño del planeta, no le da la gana de poner orden en su codicia. Alguna cosa buena ha habido, seguramente en el plano personal, y sin duda es una bendición que surjan nuevas vidas, que la gente sea solidaria y que haya unos pocos que seguimos empeñados en mantener encendida la antorcha de la esperanza. También se han plantado ilusiones, como las de quien escribe, que espera ver nuevas ediciones de su obra en las librerías. Esas pizcas que levantan el ánimo; unidas a otras hacen bueno el aserto oriental de que muchos pocos hacen un mucho, porque el caudal del Amazonas empieza con una gota de lluvia en lo más profundo de la selva peruana, otra gota en el final de la sabana venezolana y alguna gota que trae el viento de no se sabe dónde. Todo eso significa que al final se formará un mar de agua dulce que camina, y eso es lo que aporta cualquier actividad cultural, esas que este mundo tanto desprecia pero que es la que marca la diferencia entre un ser humano y un tigre.

 

Todo cambia, es ley cósmica que ya enunció Heráclito de Éfeso (“no te bañarás dos veces en el mismo río”), que es uno de los pioneros de la cultura y el pensamiento occidental, que descubrió lo del cambio universal sin haber leído o escuchado a Sócrates, Platón y Aristóteles (es anterior al exitoso trío griego, lo mismo que Cervantes y Shakespeare nunca leyeron a Proust o a Emily Dickinson, qué palurdos). Pues eso, que todo cambia, y empieza con una promesa que se hará realidad o no, pero mientras tanto permite que la gente sueñe, se ilusione y tenga esperanza. Por lo pronto, lo más interesante que nos venden lo supuestos pregoneros de la sociedad son la rivalidad inútil de Pablo Motos y David Broncano y ahora el gran debate entre Dani Martín, el del Canto del Loco (a ver si alguna vez consigo traducir las letras de sus canciones, que, dicen, están en castellano), y Quevedo, que dicen que es canario, pero nació en Madrid (debe ser de Bilbao, que nacen donde les da la gana), y del que tampoco consigo entender una palabra. Pero bueno, el refrán dice que algo tendrá el agua cuando la bendicen, aunque a mí lo del agua bendita…

 

Advierto a 2025 que no voy a dejarle pasar una. Creo que he sido demasiado apaciguador con los años recientes, que me han quitado a personas que navegaban en el mismo barco que yo, que amaban las mismas cosas que yo y que, sobre todo, generaban esa ilusión y esa esperanza de la que hablaba. Como del rayo, partieron Dolores Campos-Herrero, Juan Jiménez, Luis Natera, Manuel Almeida, Osvaldo Rodríguez, Javier Rapisarda, Marimar y Antonio Lozano. El año anterior se llevó la parte que me tocaba de nuestro Alexis Ravelo y de Domingo Socorro, otro marinero de este barco, de María Castro, Nicolás Díaz y Paco Juan Déniz. 2024 me quitó a mi tío más querido, a Paco Morote, a Apolonio García del Rosario, el alfil de oro del ajedrez, con un nombre que debió ponerle la NASA, porque ambos acompañamos a Neil Armstrong (que también se fue) en cada minuto de nuestro primer viaje a La Luna en 1969, y también se empeñó en llevarse a Miguel Montañés, a Raúl Saavedra, a Pepe Alcaraz, a José Miguel Pérez, a Eloy Acosta y a Luis Pérez Aguado, al que conocí y traté desde antes de que ninguno de los dos escribiera una sola línea con pretensiones.

 

Es más, como dice Alfredo Zitarrosa en su largo poema Guitarra Negra, la muerte se ha atrevido incluso a hurgar entre mis cosas, pero logré ahuyentarla. Y estoy harto. Solo le pido a 2025 que sea menos severo que sus antepasados, y que nos deje vivir sin sobresaltos ni ausencias. Sé que no es poco, pero es que a veces somos pobres para pedir. No espero nada de esos figurones que salen en los noticiarios, solo piensan y actúan en beneficio propio. Entiendo que hay que cumplir con Heráclito, que no puede evitarse el cambio, pero al menos el Año Nuevo debería permitirnos esperar, ilusionarnos, desear, que si no todo, al menos algo cambie a mejor. Eso es lo que también deseo para quienes se han acercado a estas líneas (que no tienen otra pretensión).

 

Nota extemporánea: Un amigo y yo comentábamos estos días las películas El Cazador y Novecento, ambas de los años 70 del siglo pasado. Las vimos entonces y sabíamos que eran muy buenas, pero las hemos visto de nuevo y podemos garantizar que son mucho mejores de lo que recordábamos. Sugiero revisitarlas, el tiempo las ha hecho crecer.

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En cualquier caso, Feliz Navidad

 

En el siglo XIX, antes incluso de que se hablara de regeneracionismo, Galdós retrató una España que se debatía entre cerrarse sobre sí misma o abrirse a Europa. La memoria de la presencia española en el continente, sostenida la mayor parte de las veces con la pica, el arcabuz y la vizcaína de los tercios, no hizo amigos, y esto se agrandó con ese deporte francés que ha llegado a descalificar a Rafa Nadal, y esparció la idea de que África empezaba en Los Pirineos, dicen que de boca del mismísimo Alejandro Dumas, aunque esta insultante autoría nunca se ha podido probar documentalmente, y me cuesta aceptarla porque el propio Dumas sufrió racismo por la ascendencia antillana de una de las ramas de su familia. Durante el siglo XX, el sueño fue siempre ser europeos, sobre todo después de la II Guerra Mundial, formar parte de la Europa del bienestar y la libertad, que admirábamos y envidiábamos en la película Dos en la carretera, cuando Audrey Hepburn y Albert Finney atravesaban en coche la campiña francesa mientras discutían sus problemas conyugales, cosa que en España era casi pecado porque el matrimonio era sagrado y eterno. El sonsonete mentiroso del franquismo era que entraríamos en el Mercado Común y recuperaríamos Gibraltar. Un sueño imposible entonces.

 

 

Y el sueño se hizo realidad el 1 de enero de 1986. Ya éramos Europa, seríamos tan ricos como Alemania, presumiríamos de grandeza como los franceses, tendríamos los avances sociales de Dinamarca y nos convertiríamos en un paraíso de la eficiencia como Bélgica y Holanda. Pero ¡ay! resulta que, casi cuarenta años después, España no es como la Europa que soñábamos entonces, y lo que es peor, Europa se comporta cada día más como aquella España que parece que no queremos dejar atrás porque no encontramos (o no queremos encontrar) las siete llaves que pedía Joaquín Costa para cerrar de una vez por todas el sepulcro del Cid. Hemos exportado el ¡Viva Cartagena! del siglo XIX, reforzado por el orgullo unamuniano, y ahora Europa es una gran decepción. Alemania no es tan rica, Dinamarca no es tan solidaria, Francia no es tan poderosa y Bélgica es tan cainita, negligente y descuidada como decían que éramos nosotros. Y al fondo, las religiones, como banderas de guerra en lugar de faros de concordia. En resumen: Europa no ha conseguido europeizar España, pero España parece que va logrando españolizar Europa.

 

Y todas aquellas esperanzas se han ido diluyendo, bien es verdad que los equilibrios planetarios no son los mismos, y Europa parece que ha perdido el miedo a la guerra, que era lo que la tuvo protegida durante más de sesenta años. La alargada sombra de Estados Unidos está influyendo hasta en nuestra forma de vida, y están sucediendo cosas que creíamos imposibles hace un par de décadas. Desde que se implantó la costumbre de lo políticamente correcto, tenemos la sensación de que pisamos siempre terreno pantanoso y resbaladizo. Cierto es que venimos de un tiempo en el que se traspasaban los límites y se entraba en la ofensa continuamente, pero es que ahora se ha vuelto todo tan delicado, que hay que medir cada palabra, cada adjetivo; y si hablamos del humor, es que prácticamente no se puede hacer, porque seguro acabarán acusando de algo al humorista. Lo curioso es que se ha abierto la veda para atizar a cualquiera que se desvíe lo más mínimo de nuestra opinión sobre las cosas, atacando con espadas cada vez más afiladas, pero, por el contrario, está la piel muy fina y cualquier persona o colectivo se siente atacado. Incluso se hace revisión histórica y se muestra con gran sorpresa que filósofos, matemáticos, escritores o científicos de muchos siglos atrás eran machistas, excluyentes en asuntos religiosos o con opiniones hoy discutibles sobre temas varios.

 

Como es Navidad, propongo una reflexión sobre las propuestas que avezados artífices del pensamiento único en la realidad y en la ficción han enunciado para someter a la población a una dictadura reconocida o encubierta. Lo que en la práctica es un golpe de estado. Suena un poco exagerado, pero solo les digo que la realidad empieza a parecerse mucho a la resultante en Europa después de que Curzio Malaparte publicara Técnica del golpe de estado, libro que aconsejo como información sobre la actualidad, aunque se publicó en 1931. También recomiendo la novela El Gatopardo del Príncipe de Lampedusa, en la que se dice: «que algo cambie para que todo siga igual». Y si esto no es suficiente, están aplicándose con excelentes resultados los principios de la propaganda enunciados por Goebbels (son once, aunque algunos son repetitivos) y que él mismo llevó a la práctica con una eficacia escalofriante. Resumidos y reagrupados vendría a proponer estas acciones con el fin de controlar a toda la población a través de miedo y, si los dejan, por el terror.

 

Como siempre, yo solo sugiero, advierto, aviso, prevengo. Cuando veo parámetros comparables, se me enciende una luz roja, porque hay un principio, atribuido falsamente a Einstein, que es aplicable a las ciencias y a casi todo: “Si haces siempre lo mismo, no puedes obtener resultados diferentes”. Esas frases nunca fueron dichas o escritas por Einstein, pero algunas le vienen al pelo a su sabia ironía, como esta con la que termino: “Cuando te mueres, no sabes que estás muerto, no sufres por ello, pero es duro para el resto. Lo mismo pasa cuando eres imbécil” (también podrían haberla dicho Marie Curie o Groucho Marx).

 

Nota importante: Si ha llegado hasta aquí, y después de leer esto le quedan ganas de escuchar algún navideño mensaje institucional, allá usted. En cualquier caso, FELIZ NAVIDAD.