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No se priven, que es la Semana del Libro

 

Nada voy a decir sobre la muerte del Papa, ya hay sobredosis, aunque sí diré que lamento su partida y que creo que se ha ido cuando es más necesario. Por  eso, me referiré a la pasada semana, en la que se habló mucho de literatura por dos razones; la primera es que era Semana Santa y la verdad es que las procesiones no dan pábulo a muchos comentarios, y la política ha ido a ralentí, pues ya nos estamos acostumbrando a la subasta de aranceles como si fuera la primigenia bolsa de Ámsterdam del siglo XVII, en la que el valor de un bulbo de tulipán llegó a alcanzar cifras equivalentes al precio de una gran mansión. Esas cosas tan surrealista -y al tiempo tan reales- de las fluctuaciones de la economía son las que determinan cómo serán los mercados -la vida- en los tiempos posteriores, así que, con todo este circo ya podemos entender cómo unos pocos son los que influyen en el bienestar o en la ruina de todos. Esperemos que vuelvan a tomar la medicación.

 

 

Por otra parte -y por desgracia-, el mundo parece haberse anestesiado, y ya le importa un bledo que mueran cientos de personas a diario, sea en Gaza, en Ucrania, en Yemen o en el centro de África. Si todo es más de lo mismo, es lógico que el fallecimiento del escritor Mario Vargas Llosa haya copado la semana, porque, por fortuna, no es frecuente que desaparezca una figura de su tamaño intelectual y artístico. Y como en esta nueva semana y en las siguientes nos apabullarán con el funeral pontificio y el Cónclave, aparte de que va a seguir el baile de aranceles y amenazas, o las tonterías varias que convierten en ruido unos y otros en la política nacional, no espero que cese el fuego en Gaza, que Putin, Trump y Zelenski dejen de jugar a un letal ajedrez con vidas humanas o que estados fallidos como Sudán, Libia o Siria recuperen un mínimo de lógica en la vida de la gente. Ojalá me equivoque y podamos alegrarnos de una noticia verdaderamente esperanzadora que nos devuelva, aunque sea un poco, la fe en los seres humanos, sobre todo en los que mandan.

 

Y como en Canarias lo más novedoso que podría suceder es que La Virgen del Pino se haga cargo directamente del banquillo de la UD Las Palmas, o que se funden, escindan o reboten nuevos partidos políticos, seguiremos tragando con la inercia de la inactividad, pues parece que a la gente le da igual que se quiten los límites para la conservación del poco patrimonio natural que nos queda (la mayoría ni se ha enterado), o que pasen meses (ya años) sin que se vislumbre algo de luz sobre el drama de la vivienda en estas islas, y poco va a cambiar mientras unos pocos sigan haciendo caja, respaldados por los falsos discursos de los políticos que invocan leyes de aquí, de allá o de esa Europa que por lo que dicen nuestros líderes (es falso) impiden estrictas políticas de residencia, que sí se practican en el continente (Holanda o Dinamarca, por ejemplo) pero que no se pueden ni soñar en Canarias porque son antiestatutarias, anticonstitucionales y contrarias al espíritu solidario europeo, que sí permite que la Europa rica invierta en viviendas en Canarias, pagando precios altísimos y ahogando el mercado, para luego explotar las viviendas para el turismo. Llevamos dos años con promesa y reformitas (no cabe llamar reformas a esas leyes a lo Lampedusa, que cambian algo para que todo siga igual), pero no se mueve un pajullo.

 

En vista de lo cual, tendremos que volver a hablar de literatura, que encima estamos en los muladares del 23 de abril, que sin duda es oficialmente Día del Libro, aunque no estoy muy seguro de que lo sea de la literatura. Este año tenemos que celebrar a Alonso Quesada en el centenario de su muerte, y también a los vivos, que alguno queda por ahí. Esta semana en concreto, debo ocuparme personalmente de pregonar la novela Turno de noche, de Pepe Orive, no recuerdo si antes o después de hacer lo propio con el nuevo libro de Ramón Betancor, que ahora nos sorprende con relatos, un género que cada vez cobra más fuerza en las plumas canarias, como lo demuestra una y otra vez Nicolás Melini.

 

Y aprovechando que el Guiniguada pasa por Las Meleguinas, debo resaltar que en este género, en el que suelen publicarse libros colectivos (en alguno de ellos he participado) tengo que apuntar que Santiago Gil, cuya solvencia poética y novelística está certificada, se ha convertido en uno de nuestro referentes en la cuentística insular del presente, pues maneja las distancias cortas con una delicadeza impresionante, y al mismo tiempo nos presenta la otra cara de la moneda (no me olvido que Anelio Rodríguez Concepción o Noel Olivares). Un ejemplo de es el volumen Rastros de vida y palabras, una pulcra escritura de Gil, que en momentos resulta deslumbrante. Ojalá el autor se prodigara más en un género que domina como pocos. Por otra parte, sigo disfrutando con la novelística de Pepe Correa (ahora está en gran vena creativa, no solo con las peripecias de Ricardo Blanco), o con la osadía de los argumentos que siempre propone Juan Ramón Tramunt, releyendo esa delicia que es El Principito ha vuelto, de Susi Alvarado, o participando del fenómeno editorial en que se está convirtiendo la novela La Taxista, de Josefa Molina, o del sentido del humor de Rubén Naranjo y su paródico detective Teo.

 

También hay poesía y de la buena; por apostar seguro, echen un vistazo al catálogo de Ediciones La Palma, con voces consagradas y nuevas voces poéticas, la colección de Puentepalo o las publicaciones de Hamalgama, que van más allá de la poesía y entran en otros géneros. Por si fuera poco, en este Día del Libro hemos de recordar con agradecimiento la obra sobre nuestra historia reciente de tres investigadores de la talla de José Miguel Pérez, José Alcaraz y Alberto Anaya, los tres que nos han dejado en los últimos meses, y seguimos atentos a sus compañeros de propósito, los hermanos Agustín y Sergio Millares Cantero, y a quienes siguen sumándose a la laboriosa y necesaria tarea de la recuperación de nuestra memoria. Podría seguir, porque también hay un mundo en literatura infantil y juvenil, que es un apartado muy específico que, aunque tiene vida propia, suele estar muy relacionado con la educación. No se priven, que es la Semana del Libro.

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El Anticristo

 

Como es obvio, la economía y el comercio no fueron inventados ayer por la tarde. Desde que el mundo es mundo, las cosas tuvieron un valor, a veces arbitrario, y el cambio de manos ha originado y empujado los grandes avances de la humanidad, desde que las poblaciones se hicieron sedentarias y surgieron distintos tipos de trueque hasta que aparecieron las primeras monedas. Sin el comercio, no se entiende la historia humana desde que tenemos noticias escritas, fuese interior en las distintas sociedades, o exterior, con intercambios con gentes y tierras a veces muy lejanos. Si se paraliza el comercio, se detiene la economía, suena como una ley física.

 

 

Es tan viejo el comercio que ha habido pueblos como el fenicio que han pasado a la historia por su movilidad en el Mediterráneo, y que son en cierto modo culpables del devenir histórico, porque movían mercancías, pero también costumbres, descubrimientos y conocimientos que de ese modo se fueron generalizando. La grandeza y el poderío de ciudades e imperios se ha basado en el comercio, y cuando esta actividad incidía por sobreabundancia o escasez de un producto, se liaba porque cada cual quería defender lo suyo. Como ya en la Edad Media se pagaban aranceles por cruzar determinados territorios (entonces las fronteras eran muy difusas), a las ciudades del norte de Alemania se les ocurrió crear una red de ciudades portuarias (por mar o en los ríos) en las que las mercancías no pagaran esas tasas, con el compromiso de que unos se correspondían con otros, y con esta practica nació la Liga Hanseática, que fundó ciudades en el Báltico y extendió ese mercado libre hasta Países Bajos, Bélgica y finalmente a algunos puertos importantes de Inglaterra. Fue una época muy próspera para ellos, y esa prosperidad se basaba en la libre circulación de personas y mercancías.

 

La historia del juego de los aranceles ha sido constante desde entonces, y así, tras el Descubrimiento de América las cosas se volvieron más complejas, la Liga Hanseática se vino abajo y brillaron por su gran poder económico y comercial algunos puertos del Sur de Inglaterra, Sevilla y toda la desembocadura del Guadalquivir o la muy sonora Sociedad de las Indias Occidentales. No podemos olvidar el papel que enclaves como Trieste, Venecia o Génova tuvieron en el Mediterráneo.

 

Y así, hemos llegado a hoy. Una y otra vez, la anulación de aranceles fronterizos proteccionistas entre estados han dado lugar a entidades como El Mercado Común Europeo (hoy la cosa ha ido más lejos, hasta con moneda unitaria, con excepciones), el COMECON o MERCOSUR. En Asia ha ido sucediendo lo mismo y en Norteamérica fue creada una alianza comercial entre Canadá, USA y México.  Estados Unidos, que ahora se queja, por boca de Trump, de la globalización de la economía y de la deslocalización de la producción, fue quien puso a funcionar el mecanismo, con la política del ping-pong y la ya mítica visita del presidente Nixon en 1972 a la “China Roja” de Mao, aunque con quien más trató era con el primero ministro Chu-en-lai, mano derecha de Mao y mucho más moderado, que preparó el gran cambio económico y comercial para que la nueva generación, la de Deng-Ziao-Ping, se abriera al mundo occidental. Y así ocurrió, pero esa semana de visita en 1972 cambió el paradigma y sirvió para enfriar la llamada Guerra Fría con los soviéticos de Brézhnev.

 

Lo demás, es bien conocido. Acercamientos y negociaciones en Europa, en América Latina, en el Pacífico, y la idea era la misma, abrirse unos a otro, y gracias a eso los aranceles fueron haciéndose más ligeros para facilitar el comercio y generar economía. Hemos visto que no todo ha sido positivo, porque la deslocalización ha generado paro y pobreza en el Primer Mundo. Era un equilibrio imperfecto, y sin duda necesitaba un gran cambio, pero eso no puede hacerse de la noche a la mañana, se necesita tiempo, como el medio siglo que tardaron en cambiar las relaciones desde aquel 1972, con China convertida en la tercera pata de la mesa y la UE mirando hacia la luna de Valencia, tal vez porque creyó que medio milenio de imperialismo la vacunaba contra el desastre.

 

Y ahora viene Donald Trump, y con los argumentos que imponen las reglas del juego porque es el dueño de la pelota, hace saltar por los aires décadas de negociaciones, de aprendizajes con el método acierto-error, y lanza al precipicio a todo el planeta, porque la ruptura de ese equilibrio precario se consigue muy fácilmente, pero restablecerlo puede costar al menos otros 50 años, porque cuando pegamos la vasija rota nunca queda tan sólida como estaba. Las consecuencias de esta semana de locura de Trump y su cohorte de arcángeles del dinero serán incalculables e incontrolables si no se logra reconducir la situación. Porque pensamos en la tecnología, pero buena parte de ella está controlada por Estados Unidos (satélites, plataformas digitales, redes sociales, comunicaciones), solo tiene que teclear media docena de impulsos, darle al enter y gran parte del planeta se apagará. En eso también se ha dormido la UE.

 

Queda la esperanza de que ese juego de parvulario que se trae Trump sea una broma de mal gusto, y que ese listado delirante de aranceles que se ha sacado de la manga, bajo la consigna de que “el mundo nos roba” (¿de qué me suena esto?), sea una especie de envite y que ahora toca negociar, aunque es obvio que parte desde una teórica posición de fuerza, amenazada solamente por las protestas internas, que cada vez son mayores, porque dicen que a Musk no le gusta esta guerra arancelaria y a la banca Morgan tampoco, y esos pesan bastante más que las declaraciones de Georges Clooney o los gestos de Meryl Streep. Si no es así, y esto sigue adelante, vienen muchas curvas, porque el entramado es tan complejo que nadie es capaz de predecir cómo será esa reacción en cadena, aunque sí sabemos que generará miseria para todos, también para los norteamericanos. A ver si va a ser verdad lo del Anticristo.

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Es una perspectiva, no la verdad

 

La guerra no solo es inútil; además, es dañina, desata odios fanáticos y, con el tiempo, genera nuevas guerras. Sigo en mis trece: no a una carrera armamentística, y a las arengas sobre la patria, el honor y no sé cuántos palabros más, que solo devienen en propaganda. Así que ya pueden desempolvar palabras descalificatorias como naíf, perroflauta, ingenuo, buenista y cantamañanas, hippie trasnochado que predica el amor y no la guerra, pero me siguen sonando bien conceptos como tolerancia, justicia, equidad, no discriminación, empatía, no violencia, compasión, solidaridad, y todo eso que, día tras día, es atropellado en púlpitos, tarimas, despachos, tribunas, micrófonos, imprentas y platós.

 

 

Alguien ha dado la orden, y no se buscan soluciones para la paz, el único discurso es la guerra, primero económica, sangrando los estados en la compra y construcción de máquinas de matar. No nos metan el dedo en la boca con eufemismos como defensa o seguridad. Encima nos mienten, porque, aunque Europa gastase ese dineral en rearmarse, sería como si esas armas fueran de corcho, porque el más mínimo conocimiento de ese disparate que es el arte de la guerra nos dice que un ejército debe actuar como una sola entidad; es decir, en la UE no hay unidad de criterios políticos ni de intereses económicos, por lo tanto, todo ese armamento nos defendería igual que un montón de chatarra.

 

Como ya no sé ni cómo hacer entender sobre lo inútil y miserable que es la guerra (o su mera preparación amenazante), hoy me apoyaré en la inteligencia de tantos siglos, en los que, una y otra vez, las mentes más preclaras han clamado contra la guerra, porque nunca es ética, porque nunca es justa, porque nunca nadie ha ganado una sola guerra sin que los propios vencedores sufran las mayores atrocidades. Es el mayor fracaso de la inteligencia. Aparte de la cantinela latina de preparar la guerra si queremos la paz, que procede de un imperio, el romano, que se sostuvo interior y exteriormente con sangre, conspiraciones y violencia, la frase de San Agustín que reza que el propósito de toda guerra es la paz (desconozco qué desayunó esa mañana el obispo de Hipona) o las justificaciones del militar prusiano Carl von Clausewitz, que nos dice que la mejor defensa es el ataque (mentira, la mejor defensa es Casillas, Piqué, Ramos, Pujol y Busquets), o que la sangre es el precio de la victoria, no son fáciles de encontrar recomendaciones bélicas, más allá de fanáticos de la guerra y el poder como Alejandro, Julio César o Napoleón. Los tres fueron poderosos, brillantes y dueños de la guerra, crearon estructuras estatales, pero no supieron administrar la paz.

 

La inmensa mayoría del intelecto humanístico o científico detesta la guerra y explica por qué. Homero dice que los hombres se cansan de dormir, de amar, de cantar y bailar antes que de hacer la guerra. El médico activista británico Havelock Ellis dice que nada hay que la guerra haya conseguido que no hubiésemos podido conseguir sin ella, y Mónica Fairview sentencia que la marca de un gran gobernante no es su habilidad para hacer la guerra, sino para conseguir la paz. El ensayista Howard Zinn afirma que no hay bandera lo suficientemente larga para cubrir la vergüenza de matar a gente inocente, o que un efecto seguro de la guerra es disminuir la libertad de expresión.

 

Ya dijo Esquilo que, en la guerra, la verdad es la primera víctima, y eso lo estamos viendo en esta danza macabra que es el conflicto ruso-ucraniano; vi en la red una viñeta salida de no recuerdo dónde en la que decía que, en el genocidio de Gaza, la pistola la pone Israel, la munición Estados Unidos y el silenciador Europa. Pero siguen empeñados en contarnos otra cosa, porque alguien (o muchos) tienen el empeño de que ahora toca hacer caja con una guerra. Mandela abogaba por la educación para cambiar hacia unas sociedades más justas, Gandhi partía de que no hay camino para la paz, “la paz es el camino”, Mark Twain estaba convencido de que la guerra es lo que ocurre cuando fracasa el lenguaje, y con humor dolorido e irónico agregó que Dios creó la guerra para que los norteamericanos aprendieran Geografía.

 

Definiciones agudas y críticas sobre la guerra hay a docenas, todas muy certeras. He escogido unas cuantas, nada más: La guerra es asesinato organizado y tortura contra nuestros hermanos (Alfred Adler). Ninguna guerra de cualquier nación y tiempo ha sido declarada por su gente (Eugene Debs). Las gentes no hacen las guerras; las hacen los gobiernos (Ronald Reagan). Si todos lucharan por sus propias convicciones, no habría guerras (Liev Tolstoi). En la paz, los hijos entierran a sus padres; en la guerra los padres entierran a sus hijos (Heródoto). La guerra no es más que un asesinato en masa, y el asesinato no es progreso (Lamartine). El único medio de vencer en una guerra es evitarla (George C. Marshall). Todas las guerras son civiles, porque todos los hombres son hermanos (François Fenelon) …

 

Es decir, ni guerra, ni toque de rearme, ni falacias geopolíticas. No tenemos estadistas para que nos lleven a la guerra, sino para que dialoguen por la paz. “La humanidad debe poner un final a la guerra antes de que la guerra ponga un final a la humanidad (John F. Kennedy). Y la guinda la escribió Erich Hartman: “La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí, por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan”. Y, como dijo Marco Aurelio, todo lo que escuchamos es una opinión, no un hecho; todo lo que vemos es una perspectiva, no la verdad. Ni confusiones ni eufemismos: ¡QUE NO!