Arde la patria de nuestra niñez

El fuego nos quema el alma. Si, como dijo el gran poeta alemán Rainer Maria Rilke, la verdadera patria es la infancia, pasar los primeros años en una isla marca de una forma determinante. Haber nacido en un territorio continuo y amplio, sea en una aldea perdida o en una gran ciudad, crea una sensación de libertad inconsciente, aunque a veces sean humanamente inabarcables las posibilidades que ofrece un continente, porque es teóricamente posible echar a andar hacia cualquier lugar. Hoy podemos pensar en medios de transporte, pero esa posibilidad teórica de llegar muy lejos mientras nos aguanten las piernas es algo que nunca sentirá un ser humano que haya vivido su niñez en una isla en la que se tenga conciencia geográfica de la insularidad. No existe la misma sensación en una isla como Gran Bretaña, donde, además, está el centro de una sociedad fuerte, o en islas de gran extensión, que en una isla en la que al final de cualquier mirada está el mar. Nunca se pierde de vista esa gran masa de agua que nos separa del resto de la humanidad y que, paradójicamente, ha sido también el camino por el que llegar a los continentes y a otras islas. El hilo de nuestra cometa está sujeto a la isla, aunque vuele muy alto y muy lejos.

Decía el poeta canario Nicolás Estévanez que las personas están adscritas a entidades sociales que pueden cambiar al variar las fronteras, pero un insular lo será siempre. Es decir, da igual lo que ocurra, siempre seremos canarios (grancanario en mi caso) porque la procedencia está determinada por las fronteras que impone el mar hasta en el límite de la mirada. Ver como arde el corazón vegetal de Gran Canaria supone una sacudida para quienes tenemos por patria la niñez, unida a esa presencia permanente del Atlántico mires donde mires hacia cualquier punto de la Rosa de los Vientos. Y se nos quema la atalaya desde la que miramos hacia el infinito, porque en la misma dirección están Sudamérica, Liverpool o Singapur, como bien expresara nuestro poeta Tomás Morales, está en el camino del mar porque entonces no había otro. Ahora tampoco, porque subirse a una máquina voladora produce la misma sensación que viajar en barco, pierdes igualmente el contacto con la tierra, y en nuestro inconsciente sigue funcionando la idea de que el ser humano no está hecho para volar o andar sobre las aguas.

 Ahora mismo estoy aterrado, en una noche tranquila en Las Palmas de Gran Canaria, mientras por mi ventana entra una brisa fresca que no parece cuadrar con el infierno que se vive en las medianías y la cumbre de esta isla cónica. El viento alisio que nos protege hoy es un enemigo porque alienta el fuego. Pensar que arde Tamadaba es como saber que se quema un mito intocable. Me resisto a creerlo, quiero saber pero temo poner la radio porque conocer detalles de la tragedia me abre en canal la memoria de la niñez entre esas montañas donde hoy el fuego se derrama como una maldición bíblica. Pensar en esa destrucción de la vida, de árboles calcinados, de animales enloquecidos con la huida cortada por el fuego, del humo irrespirable en parajes que son el paraíso del oxígeno, y, sobre todo, en las personas que ven amenazado su medio de vida, me enfurece, aunque nunca sé muy bien contra quién, porque tal vez todos seamos culpables y este sea un castigo por habernos olvidado de esa sensación insular de nuestra niñez, o por haberla vendido. Si es un castigo, pagan justos por pecadores. Tal vez esto nos sirva para recuperar esa conciencia de isla frágil, pequeña y única. Es nuestra patria de la niñez aunque se transformen mil veces las fronteras. Ojalá.

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