Es más dura la ira de los mansos

Debo decir que pocas veces he tenido que hacer tanto esfuerzo de contención para controlar la furia que se me escapa por los poros al ver cómo arde Gran Canaria.  Es doloroso para todo el mundo, pero quienes hemos nacido a la sombra de esas montañas sentimos que este es un asunto personal, porque llevamos muchos años viendo cómo se descuida o se actúa en contra de nuestro patrimonio natural colectivo. Hace apenas un mes, con motivo de la alegría por el reconocimiento de las montañas centrales de Gran Canaria como Patrimonio de la Humanidad, escribí un artículo en el que dejaba algunas notas críticas, que en este día tan triste viene bien recordar, porque me parece que hay que insistir en la idea de aprovechar una sabiduría popular acumulada durante siglos. Así que, si no les apetece lo políticamente incorrecto, no sigan leyendo.

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No dirijo la reprobación hacia un punto aislado, porque están muy repartidas las culpas (en realidad solo hay una culpa: la pereza conjunta). Somos todos los canarios, en los distintos estamentos, responsables de lo mal que se han hecho las cosas, centrados en el río de dinero (que llegaba solo a unos pocos) que provenía de las piscinas costeras y los campos de golf, devoradores de agua que se ha ido hurtando al campo, que es el depositario de nuestras esencia, esa canariedad con la que se llenan la boca algunos que furrunguean un timple en fechas señaladas o se disfrazan con un traje típico adulterado, que pasa por canario pero que también podría colar en el desfile del Día Nacional de Holanda, Ucrania o Dinamarca. Ya con eso son más canarios que nadie. Y sí, son canarios, con idéntica graduación que los que tocan guitarras eléctricas y visten tejanos. Lo que no debe olvidarse es que el recorrido humano de nuestra tierra tiene como caja fuerte las zonas rurales y eso no solo no se ha respetado sino que a menudo ha sido objeto de burla y menosprecio.

Hace 70 años, el presidente omnímodo del Cabildo de Gran Canaria era Matías Vega Guerra (lo fue durante 15 años, hasta 1960); una de sus políticas fue la de la repoblación forestal de una isla que entonces estaba quedándose calva, y como punto que generase esa recuperación se creó el Jardín Canario en 1952. La desmemoria hace pensar que Gran Canaria era una fronda y que se ha deteriorado en las últimas décadas. Fue un vergel en siglos pasados, pero la roturación para la agricultura y la tala maderera para las calderas de los barcos de vapor fueron pelando la isla. Fue a partir de estas políticas cuando se empezaron a recuperar muchos espacios, y hay varias generaciones que recordamos la niñez y la adolescencia con la idea de plantar árboles, que ha continuado hasta hoy. Podemos decir que la masa forestal grancanaria es hoy muchísimo mayor que hace 70 años. Desconozco qué se ha hecho en las islas occidentales, ricas en bosques seguramente porque no hubo las talas masivas que fue el tributo que pagamos en Gran Canaria por el auge de nuestro puerto.

Es obvio que las personas encargadas de nuestros espacios naturales están avaladas por una preparación técnica acreditada. Otra cosa es que sus recomendaciones hayan sido escuchadas por los responsables políticos. Esto no es cosa de unos pocos años, viene de lejos, y por lo tanto tenemos que hablar de todas las fuerzas políticas que han tenido competencias sobre nuestros espacios naturales tanto en cada isla como en la Comunidad Autónoma. Los incendios en épocas de calor son inevitables incluso sin la intervención humana, pero sin duda nosotros somos agentes negativos con nuestra desidia. Siempre se ha dicho que los incendios se apagan en invierno, con el cuidado y la limpieza el monte bajo, la creación de cortafuegos y la acotación de los bosques por zonas, porque si la arboleda es continuada resulta muy complicado parar un incendio. Yo recuerdo que, de niño, cuando teníamos que atravesar a pie la cordillera central de la isla, lo hacíamos por los cortafuegos que entonces existían, amplios espacios limpios por el paso de rebaños y caminantes que impedían la propagación del fuego. Entonces había incendios, pero siempre afectaban a zonas acotadas.

Ahora existen leyes que supuestamente protegen la Naturaleza, pero la burocracia y a veces la incompetencia dificulta que funcionen esas prevenciones. El funcionario actúa obligado por la normativa y aplica obsesivamente la política de no tocar un pajullo. Y sí hay que tocar el monte precisamente para su conservación. Las grandes declaraciones de Parques Naturales pueden ser contraproducentes si no se aplican bien. Para esto hay que escuchar al campesinado; combinando su ancestral sabiduría con las técnicas  más avanzadas se podría haber actuado de una manera más racional. Se despreció la memoria, a pesar de que algunos llevamos décadas pidiendo que se escuche su voz centenaria. Es muy doloroso ver cómo se destruye una riqueza colectiva, aparte de la ruina personal que supone para quienes se ven afectados por el fuego en su patrimonio. No olvidemos que también se ponen en riesgo vidas humanas, y siempre tendremos en la memoria las once personas fallecidas en el incendio de La Gomera en 1984.

No me olvido de los grupos ecologistas, muy necesarios porque ponen voz a la sociedad civil. Pero también debo ser crítico y hacer una llamada para que sus actuaciones se apoyen en el rigor; generalmente, sus demandas lo hacen, porque responden a necesidades vitales, pero algunas veces entran en un bucle de negacionismo que puede ser tan perjudicial como la laberíntica burocratización de las políticas medioambientales, porque no puede ignorarse la memoria acumulada. Ayer corría por Internet un vídeo en el que un bombero reclamaba que los parados fuesen a limpiar los bosques. Entiendo su desesperación, pero creo que hay que hacer las cosas de otra manera. Es necesario incentivar que los rebaños pasten por determinadas zonas, especialmente las que separan el bosque del bosque. También son necesarias brigadas de personal que limpien sistemáticamente estos espacios fronterizos, y han de ser operarios cualificados, no personas según orden de lista de la oficina de desempleo, que sabrán o no de bosques. Y sería también un nicho de trabajo, con lo que sí que emplearía a muchas personas con un trabajo y no una prestación social. El valor económico del monte es tan grande, que presupuestar unos millones de euros para este tipo de trabajos viene a ser calderilla, solo hace falta voluntad política, porque a veces no es una cuestión económica, pues dinero ha habido hasta para comprar máquinas quitanieves en Gran Canaria, que se han oxidado por falta de uso.

Siempre estará el peligro de incendio, pero si hay prevención el riesgo será menor. Para estos casos es necesario que haya en Canarias al menos un hidroavión fijo (mejor si son más dos). A la menor alerta, puede estar en cualquiera de las islas en 45 minutos. Si se actúa con esa celeridad es muy improbable que los incendios lleguen a ser catastróficos, como el actual o el tristemente recordado de 2007, que quemó 14.000 hectáreas y todavía no se ha recuperado la isla de aquella desgracia. Lo que no puede ser es que, cuando haya pasado este episodio, volvamos a meter en el saco del olvido la necesidad de una política medioambiental coherente y racional, en la que todos los estamentos implicados estén coordinados para estudiar y combatir las causas, y así tal vez habrá un día en que no tengamos que ocuparnos de los efectos. Si ha leído hasta aquí, posiblemente habrá entendido por qué es más dura la ira de los mansos.

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